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Nunca he sido lady, la feminidad no es mi mejor compañera. Cuando chica, jugaba a la pelota con los niños del pasaje, las Barbies eran una diversión secundaria. Nunca me gustó el rosado, ni usar aros o joyas, ni ponerme la ropa de mi mamá para jugar a la señorita. Yo era lo que feamente se conoce como una “María tres cocos”, es decir, una niña-niño.
Cuando empecé la adolescencia, seguí con esa actitud. Siempre me llevé mejor con hombres que con mujeres, nunca me importó mucho cumplir con los requisitos de la femineidad tradicional (depilación, maquillaje, ropa ceñida) y siempre pensé que los quehaceres masculinos eran mucho más divertidos, como jugar consolas de videojuegos o futbolear en vez de saltar la cuerda, cuestión por la que, hasta hoy, sé dominar la pelota.
Al entrar a la universidad, cambié un poco. Me di cuenta de que igual asimilar ciertos rasgos femeninos era sinónimo de belleza, por lo que, lentamente, comencé a preocuparme por cuestiones que antes nunca tuvieron importancia. Tenía más de 20 cuando me encrespé las pestañas por primera vez y me apliqué brillo en las uñas. Lo hice, pero cuestionándome. ¿Por qué para ser bella hay que ver estrellas? ¿Por qué no puedo andar natural por la vida?
Ahora, más viejota, he adoptado conductas de fémina, pero igual me quedan atisbos de mi niñez “masculinizada” y rebelde ante los esquemas tradicionales de lo que es ser mujer. Todavía esquivo los colores muy femeninos, odio los tacos y creo que nunca me abriré la oreja para usar aros.
En todo caso, en el fondo soy una mina normal: tengo pololo, pienso tener hijos y hago dieta. El punto es que en aspectos estéticos, detesto el estereotipo de cómo debe ser una “mina”. No quiero que la gente me valore por cómo luzco, sino por mi esencia. Suena cliché, pero es cierto. Me resigno a ser una niña-niña.