Foto vía ⌠ e r ι k α ⌡
Ésta es una confesión muy ñoña. Hasta cuarto medio tuve agendas Pacualina. Y sus páginas eran un depósito de todo lo contrario a una agenda. En ellas no planificaba mi vida, sino que relataba cuestiones que ya me habían pasado. Era mi diario de vida.
Me llegó una agenda como regalo de navidad, sagradamente, desde los once años. Esperaba el momento de hojearla, de revisar sus autoadhesivos, los personajes que venían en las páginas y la historia principal de Pascualina. Hasta que entré a la Universidad y escribir mis aventuras en páginas multicolor me pareció anacrónico.
A veces, sólo por curiosear –y martirizarme-, revisaba mis agendas más antiguas. Encontraba bochornosos episodios relatados como si fuesen demasiado trascendentales, con obvias faltas de ortografía y con cero tino sobre la verdadera importancia de que un niño me mirara, me abrazara o me pidiera un lápiz prestado. Muy nerd.
Un día me dieron los monos y me dije “no quiero que el pasado me condene”, agarré todas mis agendas (no sin antes rescatar las páginas de stickers) y las boté a la basura. De eso ya cuatro años. A veces me arrepiento de tremendo crimen, porque eché al papelero un trozo de mi adolescencia. Y aunque era bien estúpida en esa época, igual atesoro con cariño esos años.
Pero nada que hacer, las Pascualinas ya deben estar en algún basural de Santiago, algún cachurero debe haberse encontrado mis ridículas historias. Ojalá que después de leerlas, no las ande contando por ahí, ni las publique en internet. Qué vergüenza.