Si hay algo simple, pero que me genera gran placer, es el fresco de la tarde. No me refiero a un hombre “sinvergüenza”, ojo (respecto de los cuales se usa el calificativo “fresco”) sino a aquella brisa exquisita que sopla en los instantes previos a la puesta de sol, cuando el intenso azul del cielo comienza a perderse, adquiriendo matices rosas o violáceos.
Para mí es un instante mágico: qué mejor que aprovechar esos instantes para una reconfortante caminata por el barrio. Hasta el característico cemento santiaguino luce esplendoroso en esta hora, gracias a los hermosos tonos crepusculares. Y esa revitalizante brisa ¡ahh! es lo máximo. Completa la perfección del momento. Sencillamente sublime.
Tenía un profesor que solía darnos el ejercicio de describir sensaciones físicas placenteras, ya fuese que provinieran del canal auditivo, kinestésico o visual. La mayor parte de las imágenes que evoqué decían relación con lo fantástico de esos momentos en que siento el suave viento en mi cara, que me relaja y parece llevarse con él mis preocupaciones cotidianas. Por eso, al atardecer, amo caminar, asomarme a una ventana o sentarme en una banca del parque (como las abuelitas) a gozar de esa experiencia sensorial inigualable. Adoro la brisa vespertina; un regalo reconfortante que nos entrega la vida, para librarnos del estrés de cada día.
Y ustedes, ¿disfrutan como yo este agasajo de la naturaleza?