Hace unos días, me enteré del muy lamentable fallecimiento de un compañero de universidad. Sucedió de manera repentina, en un accidente automovilístico. A todos quienes tuvimos el placer de conocerlo, la noticia nos devastó. Era un chico genial, lleno de vida. El brillo en su mirada evidenciaba que tenía muchos sueños por cumplir, y la energía suficiente para luchar por ellos. Pero el destino quiso otra cosa. Y vaya que nos dio una sorpresa cruel y amarga.
Veo su Facebook y me detengo en sus fotografías. Aquellas en que inmortalizó dulces momentos con su pequeño hijo. ¡Claramente, estaba extasiado de tenerlo consigo! Compartir, jugar juntos, era (como para cualquier padre) el Paraíso. Lo ocurrido me llevó a cuestionarme, una y mil veces, por qué suceden estas cosas. Y, aunque suene cliché, el hecho de que somos infinitamente vulnerables. Más de lo que nuestra propia conciencia nos permite ver.
Yo misma, sin darme cuenta, caigo en el equívoco de creerme invencible. Como si la “juventud” (a los 30 y tantos aún califico en el concepto) fuese garantía de que podré vivir lo suficiente para ver a mi hijo crecer, acompañar sus procesos y disfrutar de su consolidación como hombre. O que alcanzaré a cumplir todos los sueños que con mi pololo hemos trazado. ¡Qué triste recordatorio de que nada está asegurado! Si en sólo un instante todo puede cambiar, de manera tan radical y aplastante, que lo más cómodo es no pensarlo.
Cuando la tragedia te toca de cerca, o te roza, es que piensas en que todas aquellas cosas que te abruman y copan tus pensamientos diariamente pueden perder sentido de la noche a la mañana. Por eso, aprovecha tu día, disfruta de tus cercanos, abrázalos y diles cuánto los quieres. Aprovéchalos y no dejes que temas pasajeros te quiten posibilidades de disfrutar lo que en cada jornada la vida te da. Es tan vertiginosa la rutina, que a veces perdemos el foco de lo esencial. ¡No dejes que sea una desgracia la que te lo recuerde!
Y tú, ¿le dijiste hoy a “esa persona” que la amas?
Foto CC vía Flickr (rachels1221)