No debería ser un gran acontecimiento: muy por el contrario, ir al dentista es casi un deber moral en pos de nuestra salud y belleza. Pero para algunas, no sólo es cuestión de nervios, sino que también de fobia. En mi caso, no le temo al dentista. No me da asco el agua que salta para todos lados y mucho menos me provoca escozor esa máquina que emite ruidos como si fuera una sierra eléctrica. Para nada. Sin embargo, mi última experiencia con una extracción de muela cambió mí opinión y ya no sé hasta que punto confiar en alguien que me diga que abra la boca.
Todo inició con una pastilla de menta que me trizó esta pieza dental. No dolía, por lo que me dejé estar. Luego de unas semanas las molestias eran notorias. Punzaba, me daban ganas de rascarme y los calmantes no surtían efecto. Un amigo me dijo que ese tipo de daño se podía arreglar, pero que no cualquier dentista se atrevería, ya que podría romperse por completo. Tal como dijo: la dentista que me atendió me contó toda la historia que tuvo con el doctor guapo de la consulta de al lado y sólo me tapo la muela. El resultado de eso fue terrible. Tanto así, que debí ir a urgencias en mi barrio a eso de las siete de la mañana. Ese fue el origen de mi verdadero calvario: una señora chiquita con cara de pocos amigos, me pidió recostarme. Golpeó mi cara para ver cuál era el lado que me dolía, - estaba hinchado, así es que era un poquito obvio -, se subió a un banquillo y le ordenó a otra enfermera que sostuviera mi cabeza. Luego me miró, emitiendo el triste diagnóstico: "hay que sacarla".
Me entregó entonces un formulario donde yo autorizaba la extracción, el cual les quitaba toda responsabilidad de lo que pudiera pasarme. Vi algo parecido al humo en la sala e intenté sentarme, pero la ayudante me sostuvo con fuerza. Me sujetó al sillón por el cuello y dijo: "ésto te va a doler". Y, con un alicate gigante, se metió de cabeza en mi boca. Como la muela no salía, me golpeó con un martillo (sí, tal como leen) hasta que sentí la sangre correr por mi boca. "Muerda esto", me dijo la ayudante, metiendo un trozo de esponja (de esas de lavar platos) entre mis dientes. Al fin todo había terminado y podría levantarme.
Mareada, débil, me sostuve de los muebles. Veía borroso y creía que me iba a desmayar. Alguien tomó mi brazo y me sentó en la sala de espera. Su voz se perdió entre las demás personas.
Debí ser el espectáculo más aterrador: el trauma de los presentes, la razón por la cual los niños se esconden bajo la cama y prefieren dejarle un diente a un bicho sucio como un ratón, en lugar de ir a un dentista. Fui un monstruo de cara hinchada y desdentado. Deambulé un rato sin saber para dónde ir. Sola y media mareada, tomé una micro hasta mi trabajo. Creo que mi cara de drogada era evidente. Me dejaron descansar un rato hasta que me repuse.
¿Díganme si no fue extremo? ¿Alguna ha tenido una experiencia similar?
Imagen CC Missha