Cada vez que llega de la liga de rugby, me pregunto si mi ropa está a salvo. Imágenes recorren rápidamente mi memoria, enumerando todas mis actividades del día: desde qué comí por la mañana hasta si cerré la puerta con llave antes de ir al cine con mis amigas. En la lista y con prioridad, resalta con fucsia: ‘meter mi ropa delicada al lavado’.
Es que no puedo imaginar ver mis prendas - que tanto he cuidado - mezcladas con esa sudoración horrorosa, repleta de barro; con pasto impregnado en unos calcetines que han corrido kilómetros hace tan poco.
Cuando termino de divagar y oigo la ducha que se acciona, denotando que ya está desnudo disfrutando un largo baño, corro rápidamente a verificar si mi ropa no ha caído en esa masa pútrida de prendas deportiva.
La lavadora no suena, nada ha comenzado a agitarse cual trago en la coctelera de un bartender. Busco en la profundidad del canasto de la ropa, son segundos en los que mis venas resaltan, mis tendones escarban entre la podredumbre para dar paso a un suspiro de alivio. Uno de esos que van acompañados de una mano en el pecho, sólo que esta vez mis manos se detienen a milímetros de mi cuerpo. Mi nariz lo ha impedido, me ha salvado. Es hora de correr al baño y limpiar mis manos, guiñar un ojo y correr a la ducha. Soy una buena chica cuando puedo ver las telas sanas y salvas, aromáticas y suaves, esperándome para ser usadas una vez más.
Imagen CC Erica Hampton