Llegué a Santiago por mi propia voluntad a realizar una práctica. Dejé mi natal Concepción, ciudad limpia y hermosa, por una capital que se presentaba terrible, llena de smog y con un río hediondo a baño (perdón si soy tan directa). Pero esa no era la mayor de mis preocupaciones, lo que de verdad me preocupaba era el polémico sistema de transporte, en especial el metro.
Siempre vi por las noticias cómo las personas parecían sardinas al interior de estos carros enormes y sinceramente me daba un poquito de miedo - con una mezcla de asco y quizás pudor -, subirme a uno de esos carros en donde se pierde el respeto por el otro.
Los primeros tres meses fueron fantásticos, porque vivía con mis tíos en Vitacura. Eso significaba que debía tomar el metro en Escuela Militar y bajar sólo dos estaciones. Era maravilloso, casi un paraíso. Eso duró hasta que decidí tomar mis maletas y vivir sola (cuasi sola en realidad, porque comparto depa). Ahora, para llegar a mi trabajo debía subir en Príncipe de Gales hasta Tobalaba y de ahí hasta Alcántara. El primer día casi me muero aplastada por robots que no veían más allá de su nariz, pero lo más "simpático" vino después.
Eran las seis de la tarde y ahí figuraba yo entre esa masa de gente hedionda a esfuerzo (por no decir a otra cosa) esperando el vagón que nos llevaría a la casa. Llega el que me servía a mí (rojo) y un montón de señoras se quedaban frente a la puerta sin moverse, como si hubiesen perdido control de sus extremidades de un paf y era imposible esquivarlas...
-"Permiso..." -dije amablemente- "¿Se va a mover señora?" -ni me miró. Vieja de mierda pensé mientras el ensordecedor pitido del metro me anunciaba que había perdido el vagón.
Llegó el otro, de color verde, y la señora hizo lo mismo que con el anterior. Se quedó parada frente a la puerta sin mover ni un musculo (hasta creo que ni pestañeó) mientras las demás personas, algo frenéticas la empujaban sin piedad alguna para poder subir al metro.
Al ver esto me intrigué y decidí bajar la música que estaba escuchando (porque sacarme los audífonos sería muy descarado) para saber qué conversaba esta señora con la que parecía ser su hija.
Resulta que le daba lo mismo el color del tren - seguramente se bajaba en una estación común -, lo único que importaba era alcanzar un par de "asientitos porque quedé moliá después de recorrer de arriba pa' abajo el Costanera Center".
Ahí la odié más.
Según yo, esto sería un incidente aislado, pero resulta que esta señora no andaba sola: esta especie tan rara se multiplica y a veces se convierte en jovencitas que no son capaces de moverse cuando saben que no abordaran el vagón. Se quedan paradas e inmóviles frente a la puerta abierta de par en par y ellas ahí, como si nada, recibiendo empujones y un puñado de malas palabras de gente que sí quiere abordar el tren.
Muchas veces pasa que quedas ahí, de frente al tren del color que no te sirve. Pero no cuesta nada dar unos pasos al costado para dejar que los demás pasen y así evitar empujones y malos ratos.
¿Qué sacas con quedarte parada sin moverte? Incluso, esa indiferencia hacia los demás podría convertirse en algo más grave que un mal rato o una molestia.
Imagen CC Infozeus