Nunca he sido fan de Gabriela Mistral. Su poesía no me llega ni un poco, pero con sus cartas es distinto. Es como si a través de ellas pudiera conocer a la verdadera Gabriela, a la mujer enamorada, alejándose de esa tosca imagen que siempre la caracterizó. Estoy obsesionada con este libro. Necesito siempre llegar a la próxima página, como si con cada carta descubriera un secreto bien guardado. Como si nunca nadie las hubiese leído antes que yo.
Aunque es algo raro ser parte de la correspondencia ajena y leer algo que quizás jamás debió haberse publicado, no deja de ser interesante inmiscuirse en la privacidad de un ser tan enigmático, a este nivel y conocer algo más sobre la personalidad y la vida de ambas. Por ejemplo, de lo tierna que podía llegar a ser la Mistral y lo temperamental y compleja que fue Doris Dana; intimidades como que la poetisa la llamaba “hijita” (Doris era 31 años menor y le recordaba mucho a su hijo Yin); o que a veces escribía como si fuera un hombre e incluso firmaba “Siempre tuyo, Gabriela”.
Luego de haber leído casi todas las cartas, me queda la sensación de que Gabriela estaba mucho más enamorada que Doris de ella. A pesar de que el 80% son cartas de la chilena y son pocas las declaraciones de amor que hace Doris, no queda muy claro que tan dispuesta estaba a compartir su vida junto a nuestra poetisa.
Gabriela sufría por la distancia, la atormentaba que su amada pudiera estar con alguien más y le preguntaba siempre por una tal M.M., que ni si quiera el editor del libro, Pedro Pablo Zegers, logró descifrar (aunque se presume que podría ser Monika Mann, la hija del escritor alemán Thomas Mann, a quien ambas admiraban). Se puede leer y sentir con claridad toda la ansiedad, la angustia y la desesperación que provocaba en ella la incertidumbre e intentaba mantener vivo este “amor escrito”, como ella lo llamaba, prometiendo amarla hasta la muerte, mandándole páginas cariñosas, besos y abrazos eternos, como si en cada una le pidiera por favor que no se olvidara de quererla.