En mi experiencia, en toda relación de pareja hay dos fuerzas que compiten por dominar la gravedad a cada instante, y ser tu ancla al suelo. Una, es el indiscutible amor que debe existir entre ambos para que la cosa funcione. La segunda, es la magia, y es tan necesaria como el amor, pero uno no lo sabe hasta que se va. O al menos, no la toma tan en serio.
Porque la magia depende de muchos factores, y varios de ellos implican conocer a fondo a la otra persona, hacer sacrificios, planificar constantemente cómo sorprender y reinventar algo que parece quedar sin pólvora conforme pasan los años. Y, además, depende de elementos fuera de nuestro control, que debemos aprender a predecir, evitar o enfrentar. Mientras, el amor es un acto unidireccional, que puede ser correspondido -y ojalá lo sea- y complementado, para nutrirse de nuevas emociones. Pero, como todos sabemos, también se puede amar de forma egoísta y privada.
Cuando la magia se va y el amor queda, esa condición personal del amor queda revelada en toda su desnudez y simpleza. Puedes amarla, y ella a ti, pero sin las cosas que condimentan el encontrarse en una calle, un departamento o incluso en una mirada, el amor se vuelve tu único centro de gravedad. Y, nuevamente, tenemos dos opciones. Podemos luchar por volver a descubrir la magia en nosotros y compartirla con quien amamos, o dejarnos llevar por las circunstancias y amar hasta que todo pase y la página pueda ser reescrita.
Hace algunas semanas, escogí la primera opción. ¿Cuál seguirían ustedes?