Cuando tenía como 7 años casi dejo de creer en el viejito pascuero. No estaba preparada, pero mis amigas lo comentaban y yo ya me había llenado de dudas. Justo en ese tiempo mi papá hizo un mal negocio y perdió mucha plata, así que mi familia no pasaba por una buena racha. Entonces pensé: ésta es la prueba de fuego. Si mis papás no tienen plata, no puede haber regalos, por lo tanto, el viejito pascuero no existe.
Lo que más me complicó era que mi hermana chica se enterara del asunto. Muy mocosa puntuda melodramática, me puse en mi papel de hermana mayor y partí a hablar con mi mamá. Aunque nunca vi a mis papás complicados, le pedí que se olvidara de todo lo que yo había pedido, que sabía que el viejito no existía y que lo único que quería era regalos para mi hermana. Pero ella contestó: “tú no te preocupes por nada, eso déjaselo al viejito”.
Llegó el 24 y viajamos todos a Rancagua a la casa de mis tíos. Esa navidad, como nunca, estábamos todos. Tíos, primos, abuelos, todos. Nos sentamos a comer y alguien gritó “¡oye, porqué la ventana está abierta!”, un tío contestó “¡yo estoy segurísimo de haberla cerrado, esto es muy raro!”. Mi hermana, una prima y yo, saltamos de nuestras sillas y corrimos al árbolito, porque eso significaba sólo una cosa: el viejito había pasado por la casa (y una vez más no lo alcanzamos a ver).
Ése fue el mejor árbol de Navidad. Lo recuerdo inmenso, más grande que cualquiera que haya visto y lleno, pero lleno, lleno, lleno de regalos. Tanto así que cubrían casi la mitad del living (bueno, puede ser exagerado, pero en mi mente siempre será así). Para mí eso fue pura magia.
Sin mucha ilusión de recibir el supermercado de la Barbie que había pedido explícitamente en mi carta, empecé a escarbar entre los paquetes buscando algo para mí. Y pasó lo que, según yo, era imposible. El supermercado estaba ahí, en una caja gigante envuelta en papel rosado. Era todo mío y lo mejor es que no habían sido mis papás, había sido el viejito.