Por Marina Parra
Muchas veces me ha pasado que me he convertido en mi peor enemiga, como dice una canción de la cantante P!nk. Por decirlo de alguna manera, llevo a la práctica el auto sabotaje.
Siempre he sido de sentimientos muy intensos, pero muy apegada a la razón y creo que eso me ha restado oportunidades en la vida. Por ejemplo, desde cuarto a octavo básico me gustó el mismo niño. Cuando estábamos en quinto, en una convivencia de curso, sonaba de fondo “Unbreak My Heart” de Toni Braxton. El susodicho se acerca a mí y me dice: “¿quieres bailar conmigo?”, el corazón me latía a 10.000 por hora y en segundos se me pasaron infinitas visiones mentales de como sería tan bello momento.
Pero ¿saben cuál fue mi respuesta?, dije que no porque según mi cabecita cobarde si aceptaba él se podía dar cuenta de lo que yo sentía. Hasta el día de hoy me pregunto ¿y qué si se hubiera dado cuenta?
Lo peor de ser una contradicción andante es que no sé a quién hacerle caso. Mi mitad racional es muy re fome, es como la típica vieja reprimida que siempre piensa en el bien y el mal pero nunca en lo que la hace feliz. Mientras que la otra parte, asociada al corazón, es ultra mega rollera, se ilusiona fácilmente y de la nada se arma unos guiones al estilo de Romeo y Julieta. Sería capaz de saltar en paracaídas sin siquiera chequear la seguridad, por graficarlo de una manera metafórica.
Al final dejo ganar al argumento más asertivo: el discernimiento, pero creo que me he estancado, que mi existencia se ha vuelto monótona y ya no pasa nada interesante, pero si me guío por los sentimientos después siento una culpa enorme. En este momento puedo estar perdiendo cosas importantes sólo por tener miedo.
Creo que debería darme más permiso para hacer ciertas cosas. Según ustedes, ¿cuál de las dos partes debería ganar?
Foto vía Foxtongue