Por Loreto Ramírez
Tomé su mano y estaba suave, tan suave como siempre estuvo cada vez que me la dio. No correspondía a la de una mujer trabajadora como ella. Cerré los ojos y derramé incontables lágrimas mientras le besaba la frente rígida. Sabía que esa era la última vez que podría sentirla. Le dije que la quería y que me disculpara por no haber estado con ella días atrás. Me di vuelta y corrí a los brazos de mi mamá y dejé salir esa angustia que estaba sintiendo por saber que esa sería la última vez que podría tocar a mi abuela. Mientras escribo esto revivo ese momento y las lágrimas casi no me dejan escribir.
Les voy a contar quién era mi abuela. Francisca Barrenechea, nació hace 70 años. Tuvo 6 hijos, veintitantos nietos y 5 bisnietas. Nunca he tenido claro cuántos hermanos tuvo, sólo sé que muchos. Siempre trabajó para sacar adelante a su familia y tuvo que criar además a sus revoltosos hijos prácticamente sola, porque mi abuelo fue más estorbo que ayuda. Mi abuela era una mujer linda. Rubia de ojos azules y facciones finas. Era chistosa y peladora. Yo gozaba con eso. Siempre tenía historias que contar y aunque se repitiera el plato, cada vez le ponía un ingrediente nuevo y quedaba más sabrosa.
Mi abuela bailaba tango, ganó premios y sé que en esa época fue feliz. Usaba aros grandes y ropa colorida. Era una mujer alegre, pese a que la vida nunca le fue fácil. Jamás olvidaré que para los cumpleaños o navidades siempre nos llevaba un regalo y que en algún bolsillo, siempre había un billetito para que nos compráramos lo que quisiéramos. Amaba la ropa y heredé eso de ella, al igual que las piernas gordas que nunca me gustaron en mí, pero que amé una vez que comprendí que fueron su regalo. Mis amigas la conocieron. Ellas saben que siempre llegaba con una botella de piña colada y entre todas rápidamente la bajábamos. Gracias a mi abueli entendí dos conceptos claves en mi vida como mujer adulta: la querida y reírse en la fila.
La Panchita era la que me celebraba los escotes y encontraba que yo era la mejor periodista de Chile, aunque no lo fuera. Era la que me regalaba collares, pulseras, carteras y chaquetas, porque ambas amábamos los lindos accesorios.
Francisca luchó casi un año y medio contra un cáncer de colon, que luego se ramificó. Peleó por vivir, pero Dios quiso otra cosa. Hoy la pena nos embarga, pero tenemos la certeza de que ahora está en paz y sin dolor, pero es tan difícil dejarla ir. Saber que no podremos ir a contarle nuestros romances y conquistas, que no podré alegrarla mostrándole la ropa que me compré en patronato, que ya no podremos tomarnos un copetito sentadas en el patio. Duele darse cuenta de que no alcanzamos ir a jugar al casino ni ir a bailar tango. Saber que ya no estará más y que su sonrisa y su voz se apagaron para siempre. Que se extinguió su luz.
Esa fue mi abuela, mi abuela taquilla como les contaba a mis amigos.
Ahora me quedan sólo tres cosas por hacer: llorar, recordarla con alegría y decirle TE QUIERO antes de ver cómo la tierra cae sobre ella.