Hay pocas cosas que, ya sea por el impacto o por los efectos colaterales del suceso, marcan a un país o a un grupo importante de personas. Hechos de una magnitud local o global, como lo que pasó con el movimiento telúrico del 27 de febrero pasado que afectó a parte importante de Chile y que nos desmoronó con sus 8,8 grados Richter, los puedo recordar sin hacer mucho esfuerzo: La muerte de Lady Di el 31 de agosto de 1997, la clasificación de la selección chilena al mundial de Francia en 1998, los ataques a las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001, el Tsunami de Sumatra, donde murió una chilena, el 26 de diciembre de 2004; Massú y González ganando medallas en los JJOO de Atenas del 2004, el triunfo histórico de la selección frente a Argentina el 15 de octubre del 2008, el primer gobierno de derecha en llegar al poder de forma democrática luego de 50 años, los mineros, etc.
Puedo retroceder en el tiempo y recordar el momento exacto de mi vida cuando me enteré de todas esas noticias. Hoy se conmemora un año del terremoto y tsunami. Las familias de las víctimas recordarán a sus seres queridos y el gobierno hará lo suyo; a fin de cuentas, nuestro 27/2 nos remeció y nos cambió del eje habitual, demostrándonos que pese a bonanzas económicas o desarrollos tecnológicos, ante los designios de la naturaleza nada podemos hacer.
El terremoto me pilló en Puerto Natales. Solo. Durmiendo en una pieza inmensa en una cama de, con suerte, una plaza.
Si bien allá no se sintió nada (el último movimiento sísmico de gran intensidad que se sintió en Magallanes fue en 1949), cuando me enteré del terremoto, a las 4 de la mañana, mi preocupación inmediata fue por mis papás que viven en Rancagua.
La oscuridad y silencio de la pieza donde dormía no eran un buen escenario para entender una noticia tan trágica como la que había pasado. De hecho, en la pieza de al lado una niña de Concepción lloraba desesperada porque no podía comunicarse con su familia.
No paré de sudar y tiritar hasta que logré comunicarme con mi papá. Todo estaba bien en casa. Toda mi familia se reunió ahí y sólo se había cortado la luz en el sector.
No sentí el terremoto, pero no hay nada más terrible que no saber de tus seres queridos, no saber cómo están. No escuchar esa voz que siempre te calma en los momentos más difíciles. Y lo peor es que yo no podía hacer nada tampoco, estaba a varios kilómetros de ellos.
Al otro día desperté temprano y vi por la tele la magnitud del sismo. El epicentro había sido en la octava región, donde tengo a la otra mitad de familiares.
Pero no me preocupe mucho: mi papá me había despertado con un llamado para avisarme que en Concepción todos estaban bien.