Por: Carolina Fernández
Yo, una castaña natural quise ser rubia platinada igual que las niñas de la farándula, y ¿para qué?, sólo para tener más arrastre con el sexo opuesto.
Entonces llamé a la peluquería para reservar y al instante, comencé a imaginar los beneficios que me traería este arriesgado cambio.
Ilusionada me entregué con toda confianza en las manos del peluquero. Sentada frente al espejo, le expliqué el look que quería obtener. El estilista no dudó en apoyar mi decisión, sin advertirme los riesgos que sufriría, ya que para pasar de mi color a ese rubio, dadas las frágiles condiciones de mi pelo, era una apuesta fatal que luego sería mi peor pesadilla.
Comencé el proceso. Mi cabeza llena de tintura, olor a amoniaco insoportable y gran picazón, aun así, me mantuve estoica leyendo las últimas revistas de moda.
Al cabo de unos minutos, Alejandro –el estilista- repasó el trabajo tal como lo hace un cocinero cuando destapa la olla para ver si está lista la comida. Entonces miré su rostro asustado. Me saqué el gorro y horrorizada miré mi pelo totalmente quemado y casi calva.
Ahora comprendo lo difícil que es ser rubia y lo traicionero que puede llegar a ser tu peluquero.