Foto vía Divine in the Daily
Las bicis crecen con una, son parte de la vida. Mi primera bicicleta llegó un 25 de diciembre, de la mano del Viejito Pacuero. Pequeña, rosada, modelo mini, con rueditas laterales, canasto y timbre. Ese regalo fue mi primer paso para “ser grande”, porque tener bici a esa edad era un poco como sacar licencia de conducir. Un pedacito de independencia y autonomía.
Como todo el mundo, tuve que aprender a equilibrarme sobre la bici, porque nadie nace sabiendo. Tengo bonitos recuerdos de ese período, de la sensación de desafío y la de confianza, porque cuando miraba para atrás, estaba mi papá sujetándome, esperando a que aprendiera a equilibrarme por mí misma.
Cuando por fin aprendí, mi bici y yo fuimos inseparables. Si mi mamá me pedía ir a comprar a la esquina, partía en bicicleta. También salía tardes enteras a recorrer mi barrio, armábamos grupos grandes con mis amigos y pedaleábamos durante horas. Qué decir en vacaciones, con la bicicleta a todos lados: a la playa, al cerro, a la casa de mis primos. Éramos una.
Con el tiempo, yo crecí, pero mi bicicleta no. Cada vez sus pedales eran más incómodos y empecé a pensar que éramos un poco incompatibles. Entonces la renové. Fue triste igual, porque le había tomado cariño, pero el contexto había cambiado. Ya no me servía una bici diseñada para una niña de seis años, necesitaba una que me acompañara en mi adolescencia.
Así, para mi cumpleaños número 13, llegó mi nueva bicicleta, compañera que tengo hasta hoy. De mi primera bici, nunca más supe. Un día le pregunté a mi mamá por ella, me contó que la regaló a una vecina de nuestra casa anterior, que no vimos más. Un final penoso para una amistad re linda. Ojalá, donde sea que esté, la cuiden y la quieran tanto como lo hice yo.