Septiembre es el mes de los circos. Yo de circos no sé nada, salvo que tengo una historia media traumática con ellos. Para entenderla, sólo deben saber dos cosas: una, mi madre es una persona muy despistada y, cuando ella tenía mi edad, era muy ingenua. Lo segundo, conocer el Circo Timoteo. Me imagino que ya pueden ir sacando sus propias conclusiones.
El Circo Timoteo es, al parecer, producto de la creatividad picarona chilena. No tiene la candidez y dulzura de los payasos y trapecistas de un circo normal. Es, nada más y nada menos, que un circo de transformistas, con mucho chiste en doble sentido. Es decir, un show al que un adulto con criterio no llevaría niños. Mi madre es una excepción.
El asunto es éste. Mi madre no conocía este particular circo, así que, cuando se instaló cerca de nuestra casa, se puso feliz porque podría llevar a sus niñitas a disfrutar de un panorama familiar sin precedentes. Entonces, estamos las tres en las graderías y sale a escena un hombre con ropa de mujer, muy ceñida y sensual. Yo tenía seis años y pensé que el circo era eso, fenómenos en el escenario.
Mi madre, dentro de toda su inocencia, comprendió que algo no marchaba bien. Sobre todo cuando el susodicho comenzó a hacer chistes que versaban sobre la entrepierna. OK, hora de partir.
Lo que pasó después lo tengo bloqueado. Recuerdo estar con mi mamá en un circo, pero lo relaciono con este episodio sólo porque mi hermana una vez sacó el tema. Menos mal no fue grave, mi sexualidad no se trastocó ni nada parecido. Además, ahora tengo una buena historia para contar.