Foto vía _Koba_
Vengo de una familia donde no cenamos, sino que tomamos once. En esa hora que no es noche ni día, se pone la mesa, mientras alguno va a la panadería a comprar un kilo de pan surtido -es decir, mitad hallullas, mitad marraquetas-, bien calientito y fresco.
En la mesa, algo dulce para acompañar: mermelada, manjar o dulce de membrillo. También algo salado, como huevos revueltos, palta, queso o jamón. En días de bonanza, están presentes todos los acompañamientos; en días más austeros, mantequilla y paté.
Cuando llega el pan, parece todo listo para comer, pero resulta que nadie puso agua a calentar. Cuando era más chica, la tetera daba su silbato. Ahora, esperamos a que el hervidor se apague para preparar los tés, cafés y leches.
Nos sentamos en la mesa redonda, cada uno con su tazón favorito. A veces la tele está encendida y se comenta la teleserie o Los Simpsons. Otras veces la tele se apaga para que comentemos cómo estuvo nuestro día, mientras nos peleamos la última lámina de queso.
La once es un ritual tan familiar. Hubo un tiempo en que no viví con mi familia, porque me fui de intercambio estudiantil fuera de Chile. La gente no tomaba once, no vendían marraquetas. Era extraño. Echaba mucho de menos el acto, mascar un pancito amasado calientito.
Es que tomar once es tan chileno. El año pasado en la convocatoria de videos breves Nanometrajes, la temática era el Bicentenario y ganó un corto llamado "La Once". Los ganadores dijeron que escogieron el tema porque -estando fuera del país- lo que más extrañaban cuando extrañaban Chile, era el maravilloso ritual de tomar once.