Cuando era chica, me encantaba tomar fotos. Llegar con mi cámara para las vacaciones, los paseos escolares, los pijama party o las semanas del colegio, y gastarme todo el rollo. Después, amaba llegar a clases con todas las fotos reveladas y mostrárselas a mis amigas.
Podía pasar horas mirando fotos, repitiéndome las mismas una y otra vez. No sé si era el acto de pasar de una imagen a la otra, el hecho de tenerlas en mis manos, o simplemente esa sensación de contar con un recuerdo tangible de lo bien que lo habíamos pasado.
Ahora, amo la fotografía digital, puedes sacar 500 fotos, cosa que antes era imposible, pero es mucho menos mágica. Cuando chica, no gastabas fotos en “tonteras”, porque sólo tenías 36 y eran carísimas. Ahora, vas a un cumpleaños y fotografías hasta los vasos de piscola, imagen que sinceramente no sirve de nada. Eso, le daba un valor agregado a tu rollo, una importancia mayor.
Si bien hoy día existen mil lugares para transformar las fotografías digitales en imágenes de papel, muy poca gente se da el tiempo de hacerlo, y creo que aún así, no es lo mismo que antes.