Foto, archivo de la autora.
Es bacán cambiar de look. Ir a la peluquería y que te atienda una persona con "buena mano" y te deje el pelo tal cual como querías. A una se le dispara el autoestima y se siente demasiado rico andar con el cabello sedoso, suavecito, brillante como nunca y con un agradable aroma. Es todo un rito.
Esta semana me corté el pelo, no lo hacía hace más de un año, porque estoy en campaña de dejármelo crecer. Me atendió un chico demasiado simpático, que mientras me pasaba el secador, me contaba su vida de una manera muy chistosa. Además, resultó que somos vecinos así que quizá lo llamé para que me atienda directamente en mi casa. Un dulce el muchacho.
Como era joven, captó perfecto lo que quería: despunte, pero dándole forma al corte, considerando que tengo mucho volumen y la cara alargada. Fue súper cuando terminó y sentí que había mejorado caleta. Salí del local con el pelo suelto, luciéndolo, jurándome la más mina del universo.
Eso sí, lo triste es que el efecto te dura hasta el primer lavado. Cuando te lo mojas, todo se va al demonio y tu pelo tiene la forma que te dejó el peluquero, pero algo pasa, algo hacemos mal que nunca más podemos dejarlo tal cual como antes.
Por eso, el momento justo en que el peluquero pone un espejo detrás de tu nuca y contemplas tu cabello en su máximo esplendor, es una de las pequeñas cosas increíbles que más me gustan. ¿No les pasa?