Cuando era pequeña, la persona que me gustaba era secreto de Estado. Nadie, nadie, nadie podía saber que estaba perdidamente enamorada de Pepito y que soñaba con él, con abrazarlo y caminar de la mano. Por eso, si alguien se enteraba de mis sentimientos, era muy vergonzoso, como para querer enterrar la cabeza bajo la tierra y no salir más de allí.
Algunas veces, una se armaba de valor y decidía confesar su amor, decirle a Pepito en su cara, “me gustas” y probar si esos sentimientos eran correspondidos, apelar a que el chico no le contara a nadie o, en el peor de los casos, mamarse la humillación de que lo que sentías se volviera de conocimiento público.
Recuerdo que estaba en quinto básico y era compañera de curso con mi prima. Muy pavas, estábamos enamoradas del mismo niño: dos años mayor que nosotras, compañero del furgón, íbamos al mismo colegio y vivíamos en el mismo pasaje. O sea, lo veíamos en todos lados.
Un día mi prima dijo que le iba a escribir una carta para desahogar su amor. En mi mente de diez años pensé que me iba a quedar atrás, como que si ella se declaraba iba a tener ventaja, entonces la imité. Hicimos cada una carta, la “adornamos” con flores plásticas y fuimos a golpear la puerta de su casa para entregársela. Se la pasamos a su mamá. Muy tontas.
Desde ese día, el niño nunca más nos habló ni nos miró. Supongo que a él le dio más vergüenza que a nosotras. Como ésa, tengo más historias de declaraciones. Pocas veces tuvieron final feliz porque cuando chica no tenía ni un brillo y los niños ni me pescaban. Creo que me declaré dos veces y las dos fue un nefasto error. También pasó al revés, un chico me declaró su amor, pero a mí no me gustaba y tuve que decirle no de la forma más diplomática y buena onda que pude.
Al crecer la cosa empezó a funcionar mejor. Me gustaba alguien y, en general, me correspondían. Pero para eso tuvieron que pasar años de tragarme en secreto amores no correspondidos, sentimientos que no podía compartir con nadie por miedo al bullying del corazón. Menos mal ese tiempo ya pasó y ahora son recuerdos para la risa. ¿No creen, chicas?