Foto: archivo de la autora.
Yo creo que el vino tuvo la culpa. Me junté con unas amigas y entre cháchara y cháchara, llegamos al tema de nuestro cuerpo. Del cuerpo en sí mismo, de cómo ha cambiado desde que teníamos 15 años. Es más, de cómo desde que salimos de la universidad, en este primer año de egreso, es demasiado diferente.
Yo no sé si es el sexo, estar todo el día sentadas trabajando o los happy hours, pero -aunque todas somos delgadas- estamos más anchas, la guata de a poco se empezó a pronunciar, a estar más fofa, a crecernos la cadera, a ser más potonas, a que se nos suelte el "chaíto" del brazo, entre otras cosas.
Más que estar urgidas y sentir que se acaba el mundo por esto, es tomar el peso de que nuestro cuerpecito de adolescente no iba a ser eterno, que el paso del tiempo se siente en la madurez, en las cosas que piensas y también en la carne misma. Es otra señal de que todos vamos hacia hacernos viejos.
Como sea, lo tomamos con humor, pensábamos en estrategias para compatibilizar el trabajo con el deporte o cosas así o cómo lo haríamos si alguna vez somos madres. Pero nada grave, nadie dijo que tenía depresión o que se quería morir porque un pantalón no le cabía como hace un año atrás.
Yo creo que es la impresión del cambio, como en cada etapa: cuando te crecieron las pechugas, cuando diste tu primer beso y ahora, cuando el cuerpo en sí se vuelve más grueso, más de adulta. Lo más importante de todo, es saber que no estás sola, que es un proceso de la vida que todas pasan. Y eso es bacán, porque siempre tendrás una amiga con que comentarlo.