Foto vía. Recuerdo muchas amigas que tuve cuando chica. Una que "terminó" conmigo, otra con la que nos distanciamos porque nos gustaba el mismo chico y él la pescó a ella (y no a mí), y una amiga que recuerdo siempre, por sobre todas, que si nos distanciamos es porque su historia era triste y nómade.
La conocí como a los doce años, se cambió a vivir frente a mi casa. Llegó con su mamá y su hermana, para comenzar una nueva vida, porque su papá había muerto hace poco. No sé cómo nos conocimos, pero sé que nunca volví a tener una amistad tan honesta como ésa.
Hablábamos de todo. Ella me contaba lo que le pasaba por dentro al perder a su papá y al vivir con una mamá ausente, con cara de pena, que no podía hacer más que intentar salir de una depresión profunda. Por eso, mi amiga se refugiaba en mí. Me acuerdo cuando le llegó la regla y no tuvo a nadie más que a mí para contárselo. Yo la acompañé a comprarse un paquetito de toallitas. Un día, por esos quiebres de su vida, tuvo que irse de donde vivíamos. Al sur, creo. Nunca más supe de ella.
Sé que si la volviera a ver no seríamos amigas. Sé que quizá ella no se acuerda de mí. Pero sí sé que su amistad me marcó, porque a esa edad -aunque era niña- nunca me había tocado ser la especie de mamá de una amiga. Por eso la quise y tuve muchas ganas de protegerla y todavía hoy quiero saber cómo está.
Por eso siempre pensaré en ella, aunque hay un gran pero: no recuerdo su nombre. Quizá es mejor, para no simular una falsa amistad en Facebook.
Si se acuerda de mí, igual le diría que nos tomáramos un cafecito por ahí. Para saber si, con el tiempo, su penita se pasó.