La primera vez que escuché a Shakira, hace unos diez o doce años atrás, me gustó, me caía bien su voz portentosa diciendo palabras dulces. Encontraba que era chora, una solista con actitud, una tipa que aunque no tenía las medidas para ser modelo, se destacaba porque componía sus propias líricas y le daba toques folclóricos -colombianos, árabes- a lo que estaba haciendo. De esa Shakira, no queda nada. En fino, se vendió al modelo tradicional de mina que tiene que ser flaca, rubia y calentona para tener éxito. Una desilusión.
Yo prefiero a la Shakira de Pies Descalzos, que hacía juegos de palabras en sus canciones, que decía que no creía en Jean Paul Sartre ni en Carlos Marx y con eso al menos dejaba un atisbo de que no era una cabeza hueca. La prefiero con guata y el pelo negro y maltratado. La prefiero con esos pantalones de cuero poco chic que tenía puestos en la grabación de su disco unplugged.
Me carga la metamorfosis que sufrió, me carga que se haya torcido, que haya sepultado a la mujer independiente y con identidad propia y en su lugar haya plantado a una desnutrida, teñida y plástica chica pop dorada. No me gusta, porque en el fondo es una develación de que -tarde o temprano- una mujer que quiera tener éxito, debe someterse a modelos preestablecidos. Ya le pasó a Adele, que de gorda talentosa pasó a ser la ex gorda en vías de adelgazar. ¿Por qué seguir sólo ese camino?
A mí, Shakira se me cayó. Igual con el tiempo iba a dejar de gustarme, porque el pop latino romanticón no es lo que me mata hoy. Pero, más allá de la moda musical pasajera, Shakira perdió mi respeto como mujer, como profesional. Porque hoy, mientras canta "loca, loca, loca" y mueve el culo al ritmo de su música pop vacía, me hace ver esa realidad fea que amolda a las mujeres. Qué pena que te vendiste, Shakira, cada vez que te miro me recuerdas la fea metamorfosis que sufriste y avalas la senda aplastante que pesa sobre las mujeres.