Cuando era chica todo era súper simple, me iba caminando a la peluquería de la Rosita, le decía que me quería cortar el pelo y ella sabía perfectamente lo que tenía que hacer. A veces le pagaba altiro las 4 lucas que costaba el corte y otras veces, mi mamá pasaba después del trabajo a saldar cuentas.
La Rosita me peinó para mi graduación, me hizo mechas rojas cuando me dio por teñirme el pelo y después de las sacó cuando llegué llorando por habérmelas "retocado", traicionándola con otro peluquero. Me hizo atreverme a tener la melena más corta de mi vida y me cortó mi primera chasquilla. Nunca tenía que pedir hora y como no andaba apurada, no me importaba esperar un ratito hojeando esas clásicas revistas de peinados ochenteros y voluminosos. Después, me sentaba en la silla, le contaba cómo me estaba yendo en el colegio, me preguntaba por mis papás, me daba consejos sobre con qué shampoo lavarme el pelo y me retaba, porque le decía que a veces en invierno salía con el pelo mojado. Todo eso mientras trataba de entender a quién estaban pelando las otras señoras.
Hoy todo es mucho más caro y complicado. Como me cambié de ciudad y la Rosita no está, me cuesta decidir ir a la peluquería, porque es un cacho. Solo alcanzo a ir los fines de semana y si voy en la semana, tiene que ser rápido y me estreso si me hacen esperar. El corte de pelo está lejos de las 4 lucas que le pagaba a la Rosita y nadie me conoce. No se acuerdan cómo me llamo y toda la conversación forzada que tuvimos la vez anterior pasa al olvido dos segundos después de que me fui.
Por eso, oda a las peluquerías de barrio, atendidas por sus dueñas, con buenos precios y, siempre, a la vuelta de la esquina.