La verdad es que no he cocinado toda la vida. Cuando chica no me llamaba mucho la atención, a excepción de la repostería, que sí me daban ganas de aprender, porque siempre ayudaba a mi abuelita o a mi mamá cuando preparaban algo así como un queque, galletas o algún kuchen.
Recuerdo que la primera vez que tuve que cocinar “como grande” tenía algo así como 13 o 14 años y fue porque mi mamá se lesionó una mano, por lo tanto, yo era la única candidata para reemplazarla. No obstante, a pesar de la imposición, lo disfruté. Tuve que aprender a cocinar porotos granados y me encantó ver como los porotos, el choclo y el zapallo iban armando ese plato que me gustaba tanto, como resultado del trabajo de mis propias manos.
De ahí en adelante, mi curiosidad por conocer más recetas fue en aumento y aunque mi mamá no me dejaba invadir su cocina muy seguido, con el tiempo pude tener más libertad para hacerlo.
Debo decir que mi apogeo culinario fue durante un tiempo en que viví sola. Ahí aprendí muchas cosas nuevas. Cada vez que me daban ganas de probar algún plato o postre, buscaba la receta en internet y listo. Manos a la obra.
Cocinar no solo es demasiado entretenido, te da la oportunidad de crear maravillas con tus propias manos. Y, aunque no todo queda lo rico que quisiéramos, uno va aprendiendo con la práctica e identificando sabores y texturas que se deben o no mezclar.
Por otra parte, hay cierto encanto en intentar preparar ciertas recetas, por ejemplo, de otros países: comida mexicana, china, griega, etc. Gracias a los sabores uno se siente transportado automáticamente a otros lugares. Incluso los olores, son capaces de llevarnos de regreso en el tiempo y asociar momentos especiales con ellos.
Sumado a todo lo anterior, la cocina nos entrega una oportunidad hermosa de entregar cariño a quienes más queremos. ¿Qué podría ser más especial que hacer algo con nuestras manos, y con la dedicación que se merecen, a quienes más queremos?. Después de todo, guatita llena, corazón contento, ¿o no? Foto vía viewpoints.com