Debo admitir que no me considero una persona floja; por el contrario. Siento que me la pasó manejando el tiempo que tengo entre estudiar, el trabajo, mantener bonita mi casa, y pasar tiempo de calidad con mi pareja, y a veces de verdad que no se me hace para nada fácil.
Por eso, cuando tengo la posibilidad, escojo, conscientemente, no hacer nada. Así, tal cual. Porque de un tiempo a esta parte –a medida que he ido cumpliendo más años- he aprendido que un viernes sin panorama no es una razón para amargarse, o que no todos los fines de semanas tienen que ser de asados, cumpleaños o juntas con los amigos.
Y aunque me gusta mucho salir y compartir con la gente que me rodea, siento que también se puede encontrar un momento de disfrute y relajo en las cosas más sencillas de la vida: quedarse en casa escuchando un disco que me gusta, o dejar la tele en algún programa divertido que simplemente me haga reír; o incluso ponerme mi buzo regalón -o mi pijama si hace calor-, relajarme y dejar mi cabeza en blanco, sólo por gusto; eso, señoritas, es para mí un pequeño e increíble símbolo de felicidad e independencia.
Independencia, porque de vez en cuando es rico y sano bajarnos del ritmo acelerado de la vida moderna, y que como mujeres nos afecta doblemente, al obligarnos a creer que para sentirnos desarrolladas tenemos que ser profesionales hiper exitosas; esposas súper apañadoras; mamás todo terreno; y más encima ser flacas y vernos siempre regias. Así nadie puede.
Por eso, apenas puedo, me rebelo contra eso; contra la idea de que es feo si me quedo un sábado en pijama sin bañarme; o que soy floja si me quedo viendo tele toda la tarde del viernes; o que soy fome si prefiero estar tranquilita en mi casa, en vez de andar carreteando de disco en disco.
A mí déjenme como soy, sin molestar a nadie, y disfrutando de algo tan básico e increíble para mí, como es mi derecho a no hacer nada.