Existen ciertos lugares que desde que tengo memoria había querido conocer: Brasil, el caribe, Ecuador…Pero la verdad es que por algún motivo nunca me había motivado con ir a Bolivia –y eso que es un destino muy típico de los jóvenes mochileros chilenos, por lo conveniente del cambio y por la cercanía-.
De alguna manera creo que simplemente me “tropecé” con Bolivia. Había vuelvo hace un mes de un viaje de más de 4 meses y las patitas me seguían picando, unos amigos –mis mejores amigos- me contaron que se iban en un par de días y aún me quedaban los últimos pesos para subsistir al menos un mes. Dicho y hecho, hice mi mochila y me fui.
Y la sorpresa fue grande. Me encontré con un país de gente callada, un tanto tímida y seria pero muy bonita y especial, con una cultura tan rica y cuidada con tanto cariño que una se llega a cuestionar eso de la “aldea global” y una infinidad de paisajes maravillosos; carreteras que a pesar de ser poco seguras te dan la posibilidad de conocer una postal tras otra y una selva llena de sorpresas. Lejos, de todos los lugares que recorrí, mi favorito fue ese pequeño pueblo que es como el corazón y centro turístico –es taaaaan lindo que la invasión de turistas es completamente obviable- del comienzo de la selva boliviana : Villa Tunari.
Mototaxis, tan clásicos de los paisajes medios tropicales, mariposas gigantes y coloridas, monos, calorcito húmero, lluvias tropicales, frutas gigantes y dulces, el sonido de los insectos, truenos y relámpagos, son algunas de las cosas de las que nos podemos empapar con sólo pasar un par de horas en las calles del pueblo donde las cholitas usan polleras floreadas y alegres, sandalias, sombreros de paja y toman cerveza riendo con sus amigas sentadas en alguna plaza.
Para mí, un pequeño rinconcito del mundo que nunca podré olvidar y que siempre querré volver.