Camino a la Universidad, percibí un golpe seco sobre mi hombro. “Quizás papel arrojado desde un vehículo”, pensé. O tal vez, una ramita que se desprendió de un árbol. Revisé el objeto que se deslizó entre mi chaqueta y ¡oh, sorpresa! ¡¡Una polilla!!
La pobre se retorcía sobre mi ropa y yo - sin poder reprimir un grito histérico -, la sacudí. Con estupor fui testigo de cómo parte del insecto se desintegró al contacto con mi mano. Los transeúntes alrededor me observaron, extrañados de mi arrebato y sin comprender las dimensiones de mi terrorífica experiencia. ¡¡Desde niña tengo fobia a las polillas!! Las observaba en mi pieza, fascinadas con la luz, revoloteando y dando golpes en el techo. El grueso de su cuerpo, el sonido al tocar las superficies y la facilidad con la que se desintegraban al estrellarse, me hacían sentir tan asqueada como nerviosa. La sola idea de que me tocaran me hacía erizar la piel (y no precisamente de gusto).
En una ocasión tuve que visitar – por motivos académicos – la estación terrena de Longovilo. Apenas disfruté el viaje y ni hablar de tomar apuntes o concentrarme en la cátedra: en dicha localidad, las polillas son enormes. Casi del tamaño de un pajarito.
Mi pololo se rió demasiado de mi cuando le confesé mi fobia. “¡Pero si son como mariposas de un solo color!”, decía. Cuando le encomendaba que fuera mi sicario ante la presencia del indefenso bichito, él, respetuoso como es de todo ser viviente, procuraba hacerme entrar en razón: “Es infinitamente más pequeña que tú. ¿Cómo crees que se siente de enfrentarse a una gigante asustada?” Nada sirvió. Hasta terapia de choque intentó, persiguiéndome con una polilla en sus manos desde el tercer al primer piso de la universidad.
Lo más que logró fue que aprendiera a reprimir mi impulso de escabullirme al estar cerca de una de estas tan poco agraciadas lepidópteras. Cosa que agradezco, ya que cierta vez trabajé en ventas junto a una chica que no podía dejar de correr y gritar al avistar una polilla ¡ni siquiera en presencia de un cliente!
Hace un tiempo leí una entrevista a la actriz Luz Valdivieso, en la cual confesaba haber padecido esta misma fobia, por la cual se sometió a una terapia conductual – cognitiva. Consistió en adoptar cierta cantidad de polillas, bautizarlas y cuidarlas como si fuesen sus mascotas. ¡No sé si me atrevería a ir tan lejos para vencer mi miedo! Lo cierto es que, estando en primavera y plena temporada de polillas, prefiero recurrir a cerrar los ojos y hacer un esfuerzo por concebirlas como mariposas desteñidas. Puedo recurrir a mi amplia imaginación para asignarles los lindos colores que me llevan a admirar a sus primas lejanas. O simplemente, suponer que no están allí. Listo. Después de todo, mi pololo tiene razón: están en su derecho - tanto como yo - de disfrutar este amplio y bello mundo. Todo mientras ¡¡no se atrevan a chocarme, por favor!!