por Titi Fontaine
Admitámoslo: ¡TODAS! alguna vez nos hemos “adaptado” a los gustos o requerimientos del pololo de turno. Que si el chico es deportista y le gusta salir a correr bien temprano un domingo en la mañana, ahí estamos nosotras acompañándolo, aunque nuestro estado físico dé pena y prefiramos mil veces estar acostadas durmiendo o chancheando. Que si el lolito es shúper loco/hippie, ahí andamos con morrales y pañuelos en la cabeza. Motivos para actuar así hay muchos, por ejemplo: el querer probar un estilo o forma de pensar distinto, parecer onderas o interesantes y un largo etcétera. En el fondo eso no daña a nadie, ya que finalmente sigues siendo tú misma y tu esencia no se altera.
El real problema surge cuando el cambio es más de fondo, cuando se trastoca todo lo que una es. Conozco mujeres - casos muy cercanos, por demás - que modificaron todo lo que eran por un amor: cambiaron su forma de vestir, sus hábitos y ¡hasta sus amistades!, sólo por conservar a aquellos hombres, quienes por cierto, no las querían como eran. ¿Qué les parece? ¿Aceptarían llegar a esos extremos? ¿Conocen casos así?