Hace poco tiempo me uní al hiperconectado mundo de los Smartphone y el Whatsapp. Debo reconocer que en un comienzo esta popular aplicación resultó un shock. ¡A cada instante un saludo o una nueva información! Chats grupales e individuales al unísono. Todo esto, sin contar las actualizaciones de Facebook, Twitter y el correo electrónico. Así, el hecho de estar ubicable a cada segundo me generó una incómoda sensación de agobio. Llegué a apagar mi dispositivo en incontables ocasiones. Al más puro estilo William Wallace, mi corazón gritaba: ¡Libertad!
Advertí, sin embargo, que durante el tiempo en que mantuve mi smartphone apagado, me vi excluida de la formidable relación que cultivaron - a través de Whatsapp - mis amigos universitarios. Estudiaban juntos; se conocían y estrechaban lazos. Yo sólo me actualizaba de sus avances en los escasos “breaks” entre clases. En numerosas ocasiones, transmitieron vía “smart” información académica importante, que llegaba hasta mí con perturbador desfase. Fue así como, precisada de mantenerme al tanto del acontecer social, estudiantil y laboral, contraataqué en el uso de mi dispositivo.
Con el correr de los meses, Whatsapp llegó a simpatizarme. Me permitía estar al tanto – sin importar dónde me encontrara – de los contenidos que las pruebas incluirían, cambios de horarios y reuniones laborales. Además, pude mantener comunicación fluida con todas mis amigas (incluso aquellas que no frecuento) ¡y hasta chismear! (con todo y fotografías). Y para qué hablar de Facebook y Twitter móvil. Con ellos, simplemente, ¡deliraba!
Ya acostumbrada a las bondades de la “conectividad social móvil”, mi celular se estropeó. ¡Para mí fue una desgracia! La idea de estar desconectada por horas – o quizás días – de mis amigos y redes tomaba ribetes dramáticos. ¿Cómo me enteraría de si las clases del día se llevarían a cabo? ¿O si mis compañeros planificaban una salida a cenar? ¿Cómo les contaría si en mi trayecto era testigo de un hecho fantástico? Finalmente, mi pololo me obsequió un nuevo smartphone. ¡Maravilloso, tanto por el dispositivo como por el lindo detalle! Sin embargo, advertí que ese breve tiempo de desconexión no fue tan desconcertante como imaginaba. Al contrario: significó una instancia para reencontrarme con la riqueza de la comunicación “en vivo”: aquella de los gestos, del contacto físico, el lenguaje no verbal y la observación del entorno. Justo aquello que prefería – y buscaba conservar – cuando opté por apagar mi celular.
Hace algunas semanas, leí en una revista respecto de aquellas mujeres que no lograban “desconectarse” del mundo virtual ni siquiera en los momentos de intimidad. ¡Mal!, pero cierto. Basta con dar una vuelta por el café de moda o un patio de comida en horas de almuerzo y observar: la mayoría “conversa” con su celular, aún teniendo al frente a una persona. No niego que la irrupción de los smartphones ha facilitado los quehaceres cotidianos, optimizando nuestra calidad de vida. Hoy podemos aventurarnos por un camino extraño en la convicción de que, si nos perdemos, nuestro teléfono nos ayudará a ubicarnos. Enviamos correos urgentes sin importar dónde estamos ¡E incluso hacemos consultas a quien queramos en el momento que nos plazca! Pero, junto con disfrutar de estos avances, es importante no perder de vista el valor de las relaciones interpersonales: escudriñar en el rostro del interlocutor para interpretar sus gestos y descubrir en ellos fascinantes mensajes; oír sus palabras, atendiendo a aquellas inflexiones de voz que enriquecen el contenido. En fin, ese exquisito tipo de comunicación “real”, que nos lleva a consolidar los afectos. ¡Y que vale la pena no dejar en el olvido!