Oí en mi oficina un comentario respecto de las tarjetas de crédito otorgadas a universitarios. Una colega se lamentaba de haber obtenido este “beneficio” a edad temprana, ya que se endeudó mucho más allá de su capacidad, siendo que por entonces no generaba ingresos. Contó que debió trabajar part time para solventar la deuda, ya que prefería sacrificarse a oír el sermón que – lo más seguro – le daría su papá.
Recordé entonces mi propia relación con este útil y peligroso artilugio. Obtuve mi primer crédito a los 20 años, otorgado por un conocido retail. Demás está decir que este simple hecho me fidelizó enormemente con la marca. Sentí que era un primer paso a la adultez; ¡por fin me tomaban en consideración como cliente! Fijé un tope de endeudamiento mensual en conformidad con mi mesada. De esta forma, supuse, no enfrentaría ningún inconveniente.
Los primeros meses – e incluso el primer año – mis cuentas anduvieron de maravilla. Fui ordenada con los gastos y nunca excedí el límite que me había autoimpuesto. Fue así como mi cupo aumentó y comencé a ser más permisiva. Consentí en invitar amigas a Mac Donald’s e incluso al cine. Y recurrí con verdadera fascinación a los “avances en efectivo”, diciéndome que los pactaría en varias cuotas pagaderas con el monto prefijado. O bien, que juntaría dos mesadas para pagar en X mes una suma más elevada. Desordenar mi contabilidad fue cosa de tiempo. Comencé entonces a trabajar ¡vendiendo créditos! para así “alimentar al bicho” (A.K.A tarjeta)
Nunca tuve antecedentes comerciales, como sí sucedió con muchos de mis compañeros. Otros, no obstante, fueron ordenados con sus gastos y apenas utilizaron el crédito. Pero ¡ojo! Fueron los menos. Es muy fácil tentarse con el dinero plástico; no sientes el gasto real al no sacar dinero de tu billetera. Y ¿para qué negar lo tentador de las ofertas exclusivas?
Hoy, ya más adulta y generando mis propios ingresos, debo admitir que he aprendido a medirme con este “beneficio”, aunque en ocasiones sí recaigo y me desordeno. Las tarjetas de crédito pueden resultar de gran utilidad si eres ordenado con las cuentas. Al contrario, si caer en la tentación te es fácil, constituyen un verdadero peligro. Con mi pololo las comparamos con el “anillo único” de la saga de J.R R Tolkien. Hay que tenerles respeto. Especialmente quienes en ocasiones – al igual que Gollum - llegamos a considerarlas (ojos desorbitados incluidos) “preciosas”.