Hoy despegaron muchos aviones en Santiago: algunos, rumbo a las ciudades más australes y otros, hacia el calor nortino. Varios iban a Europa, el Caribe, Brasil o Estados Unidos. Sin embargo, toda mi atención estaba puesta en uno, que volaba hacia un país vecino.
Esta aeronave transportaba el mayor de mis tesoros. La persona que más amo en el mundo: mi hijo. ¡No imaginan cuánto lo he echado de menos en estas pocas horas que lleva viajando y conociendo nuestro continente! No me cabe duda de que lo pasará fantástico, pero yo estoy viviendo aquella cosa terrible que es extrañarlo.
Tanto las que son madres como las que no, deben comprenderme: todas tenemos una persona indispensable para nosotras. Una pareja, padre o amigo; alguien cuya ausencia, aún cuando sea momentánea, nos quema. Yo soy adicta a ver a mi hijo, a su risa contagiosa cuando le hago cosquillas, a la suavidad de sus mejillas cuando le doy el besito de buenas noches. A nuestros juegos, conversaciones e incluso a sus reclamos regalones. Por eso, ¡me cuesta que esté a kilómetros de distancia! Me conforta saber que será una experiencia enriquecedora para él, pero ¡no sé cómo sobreviviré a estos días de tenerlo lejos!
Sé que debemos dar libertad a todos nuestros amores y afectos, para que ellos fluyan, se expresen y crezcan como personas. ¡Y debemos alegrarnos por sus logros y conquistas! Pero es terrible extrañar. Duele. Nos hace andar en “estado zombie”, a media máquina. Absorbe nuestra energía. Nos copa la mente, nos arde. Pero es necesario luchar contra eso, ya que no hay que olvidar que el amor es libertad.
Mientras, a asumir esta cosa terrible que es parte de vivir. Y en mi caso particular, es “pequeña” sólo porque ¡ya quedan 110 horas para volver a tenerlo entre mis brazos!
Foto CC vía Flickr (Starqtr)