Un sábado o domingo recorriendo un mall, vitrina por vitrina y prenda por prenda, está muy lejos de ser el panorama ideal para mí. Esa imagen de la mujer llenas de bolsas, sonriente y con tacones, no me acomoda y prefiero mil veces caminar con un bolso de tela en el hombro por una feria libre, donde cada puesto representa una tendencia única y la compraventa es un acto de mutua satisfacción.
Acá no hay filas, el probador puede ser un árbol grueso o simplemente se apela al "ojímetro" propio o de tu acompañante: "¿Cómo me queda?" - pregunta uno - y ese "Te queda perfecto, está hecho como para tí" es la mejor respuesta no-experta que esperabas escuchar. Si llegas a la casa y no te quedaba tan bien, da igual: fueron dos "lucas", se puede arreglar, vender o regalar. Imposible que te enojes, porque el sol entibiaba la tarde y comiste de nuevo ese algodón de azúcar que te deja con la boca roja y los dedos pegajosos.
Puede sonar como un simple pasatiempo, pero es casi una obsesión para mí encontrar ese algo único, que está escondido entre esa infinidad de "chiches", montículos de ropa y juguetes antiguos. Todo fue un tesoro, la prenda favorita que acompañó alguien en sus mejores salidas o la que era moda en los noventa, pero se niega a abandonar el closet. También algunos que venden cosas nuevas y caras, pero que necesitan la plata para algo más importante o urgente.
Creo - desde mi experiencia y la de mis amigas - que son muchas las mujeres que prefieren la sencillez de una feria al aire libre a la grandiosidad de un centro comercial. Tener algo único, sin una marca visible, pero que todos te pregunten dónde lo encontraste y poder responder feliz "Me costó 5 lucas, en la feria del Parque Forestal".
Imagen CC [Phil Strahl]