Estaba yo saltando sobre mi cama con un zapato en la mano, intentando matar a una diminuta mosca que revoloteaba por mi cabeza, cuando veo que mi marido me mira desde la puerta y me dice: "¿una mosca? Es que eres muy cuática".
Me bajé de la cama indignada y le entregué el zapato para que él mismo la aplastara. Me enojé y esperé de brazos cruzados —amurrada—, a que cumpliera con el cometido. De a poco me dí cuenta de que mi afán por dar muerte a ese pequeño monstruo se había trasformado en rabia, y descubrí que si hay algo que me molesta más que las moscas es que me digan "cuática". ¿Cuática, yo? No. ¿Cómo se le ocurrió ofenderme de esa manera? ¡Qué descaro más grande!. Hubiese preferido que me dijera que cocino mal a escuchar eso.
Yo no soy Cuática. Quizás un poco exagerada, un tanto obsesiva, porfiada, constante con mis objetivos y sobre todo muy perseverante con lo que tengo “entre ceja y ceja”. Bueno,sí, lo admito: soy cuática. ¿Y quién no? Todos somos un tanto exacerbados con algunas cosas, como la limpieza, las comidas, la ropa, el frío, la lluvia, la mentira, las llegadas tarde, los “yo no fui”, los “si te iba a llamar”, “éramos sólo hombres, lo prometo” y tantas otras cosas que nos hacen merecedoras de tan vapuleado adjetivo.
Después de meditarlo e intentar entender qué nos hace actuar así, comprendí que ser cuática no es tan terrible como parece. Nos mostramos más intensas con esas cosas que nos apasionan, nos importan o priorizamos y eso no tiene por qué ser tomado como una ofensa. Quizás deberíamos bajar la intensidad de nuestras reacciones, mostrarnos menos impulsivas al actuar, no perder el control y dar paso a respuestas más meditadas en el caso de las relaciones interpersonales, además de ir madurando en nuestros afanes. Seguro eso nos hará un poco más tolerantes con los demás y especialmente con nosotras mismas.
¿Qué tan cuática confiesas ser?
Imagen CC: IsabelMandarina