Es el Día del Niño y me costó pensar qué regalar a mi hijo. Probablemente un nuevo videojuego de su saga favorita. Ambos lo disfrutaríamos: usualmente reímos y nos emocionamos con las historias que reproduce la consola; verdaderas películas en las cuales el jugador mismo es protagonista.
Me sorprende que a sus doce años maneje la tecnología al revés y al derecho. Incluso, ha sido capaz de reparar en numerosas ocasiones fallas menores en mi computador. ¡Qué orgullo más grande! Pero todo esto me lleva a reflexionar qué distintos son los chiquitos de hoy a como éramos los de antes.
Cuando era niña, jamás tuve una consola como las que hoy tiene mi hijo. Pero frente a mi casa había una panadería que contaba con tres máquinas de juegos. Entre los títulos se encontraban varios de los que hoy se consideran clásicos, entre ellos Ghost n’ Goblins y Elevator Action. Ambos eran mi delicia. Jajaja, ¡ir a comprar el pan se transformó para mí en una experiencia fascinante! A veces iba sólo porque sí, y permanecía ocupada disparando a los espías o luchando con fantasmas durante horas. O al menos, mientras lo permitía mi escaso presupuesto. Luego, para coronar la tarde, ¡un exquisito postre, comprado allí mismo!
Pero las máquinas no eran mi único divertimento. Si alguien me preguntaba cuál era el regalo perfecto que podía recibir en un día como hoy, señalaba sin titubear que: ¡Una Barbie! Ellas eran las protagonistas de mis historias de ensueño, de los cuentos que creaba y luego plasmaba en un cuaderno. Ya por entonces, escribir me causaba fascinación. Y mis muñecas – junto a los infaltables Ken – representaban magistralmente los guiones que improvisaba. Me divertía intercambiar su vestuario para las distintas escenas que interpretaban. Solía reemplazar sus glamorosos diseños por otros ropajes que yo misma confeccionaba, y que (por mucho que me esmerara), no conseguían emular la elegancia de los originales.
Pero lejos, el mejor panorama para un sábado por la tarde era ¡invitar a una compañera a jugar a mi casa! (o ir yo misma hasta el hogar de una de ellas). Mi familia recibía a mis pequeñas amigas con helados y chocolates. Pasábamos divertidas tardes de juegos continuos y anécdotas que hasta hoy me sacan una sonrisa. Recuerdo una ocasión en que, junto a mi amiga Camila, no tuvimos una ocurrencia mejor que ¡ser mimos! Para lograrlo nos valimos de una crema humectante, la cual aplicamos generosamente sobre nuestras caras y manos (incluso el pelo), hasta quedar totalmente blancas, como la nieve. Recuerdo la expresión de horror de mi viejita cuando la invitamos a ver nuestro espectáculo. Demás está decir que jamás lo interpretamos, puesto que nos llevó urgentemente al lavamanos para quitarnos la crema del cabello, piel y ropa. Fue una tarea titánica, pues el producto con agua se inflaba, tornándose jabonoso. Pese al reto nivel Dios que recibimos, ambas reímos sin parar de nuestra travesura.
Los niños de hoy manejan las tecnologías de manera sorprendente. ¡Y me parece increíble que tengan tales destrezas! Pero quizás les haga falta más de lo que nosotros teníamos: historias, anécdotas, travesuras y descubrimientos. Máquinas Arcade en el barrio, ¡cómo se echan de menos! Nos permitían supeditar el tiempo que dedicábamos a las aventuras virtuales a nuestro presupuesto, limitándolo en pro de los juegos grupales (la Pinta, la Escondida o el Sol y Hielo). En definitiva, vivíamos, respirábamos, experimentábamos más por nosotros mismos.
Por eso concluí que, además de este nuevo juego para mi hijo (cuyo tiempo de uso limitaré), le obsequiaré algo más trascendente y enriquecedor. una linda tarde junto a la niña que fui, para que ambos lo pasemos “¡Súper cachilupi!”, a la usanza ochentera.
Imagen CC GuiYo