Hace poco más de una década viví la más grandiosa de las aventuras: me convertí en mamá. Toda mi existencia visualicé ese momento, ya que convengamos en que en más de una ocasión, cada una de nosotras ha imaginado cómo será esa personita que surgirá de su interior. No obstante, la realidad superó con creces mis expectativas.
La primera vez que lo vi, me sorprendió la perfección de su rostro, que esbozaba tiernas sonrisas con las que iluminaba su expresión angelical. Desde entonces, cada nueva etapa ha sido una bella experiencia en la que ambos hemos crecido y aprendido el uno del otro. Recuerdo que sólo tenía meses cuando, sentado en el portabebés, me acompañaba a reportear. Mientras intentaba atender a las respuestas de mi entrevistado, él tomaba mi cara con sus manitos, haciendo gestos para captar mi atención. ¡Una dulzura!
Con los años, he acompañado sus procesos: los primeros pasos y palabras, el aprendizaje de la escritura, los primeros “amores” (estrategias de “conquista” incluidas), el paso de los legos a los juegos de consola y cómo ha ido cambiando su mente, hasta el punto en que hoy él resuelve muchos de los desperfectos técnicos que presenta el computador y otras modernas tecnologías. Me maravilla cuánto ha crecido y cómo va transformándose, paulatinamente, en un hombre. Con él descubrí cómo un niño es capaz de despertar en nuestro corazón el amor más grande, increíble e incondicional; la forma en que iluminan y alegran nuestra existencia - convirtiéndose en el sentido de ésta - y cuánto pueden enseñarnos también, en su infinita inocencia.
Y aún cuando mi hijo es hoy un “pre-adolescente” (cada día más cerca de dejar el “pre”), para mí éste es y será eternamente “su día”. Y de todos los que - como él - son la esperanza, combustible y mensaje de amor de nuestro mundo. Por eso, hoy y siempre ¡que vivan los niños!
Imagen CC allthecolor