Que yo recuerde, esta manía no tiene su origen en algún trauma infantil o adolescente; mucho menos en mi edad adulta. Sin embargo, confieso tener la maña de que si el timbre suena pasadas las 10 de la noche, simplemente no me asomo.
Puede que se trate de una serenata con mariachis o que me vengan a alertar sobre un apocalipsis zombie. Lo cierto es que si la campanilla suena en horarios que no son los habituales, no saco ni la punta de mi nariz por la ventana. Es más, si estoy con la luz encendida, la apago y me agazapo en mi sitio, sin hacer ruido, con el corazón acelerado. Y esto, sin importar cuántas veces insistan.
Ah, y tampoco permito que ninguno de mis familiares salga a averiguar quién es. Me angustia nivel omega. Una vez sucedió que me porfiaron, y ¡menos mal!, ya que vivo en segundo piso y los vecinos del primero querían avisar sobre una filtración que los estaba inundando. Mal. Obviamente, ellos se dan cuenta de que estoy en casa y no quiero asomarme, así es que me deben tomar por muy pesada o algo lunática (bueno, en esto último, un poco de razón tienen)
Lo más curioso es que no me sucede lo mismo con el teléfono. Si llaman, no importa la hora que sea, igual voy a contestar. ¡Y sin miedo! Estoy cierta de que un ladrón o fantasma raramente tocará al timbre para robar o arrastrar cadenas, sin embargo ¡no puedo evitar esa mini-crisis cada vez que ese “ding-dong” altera mi descanso. (O interrumpe el capítulo de mi nocturna favorita)
¿Existirá alguien que comparta mi extraño temor?
Imagen CC Javier Ignacio Acuña Ditzel