En la mañana, cantando en la ducha a todo volumen y haciendo retumbar los oídos de mis vecinos, suena en mi cuarto de baño “Learning to fly", de Pink Floyd. Salgo y mi roommate me pregunta: "¿Qué estás escuchando, Caro?" Cuando le indico el nombre del tema, me dice "¡Buena!" y sigue en lo suyo.
Me preparo para ir a entregar un trabajo y, mientras me visto, oigo “Learning to fly", mismos acordes que se repiten en el trayecto.
Regreso en la noche a casa y mi roommate está viendo tele. Yo, enchufada y cantando. "¡Ya!, ¿pero cómo de nuevo la misma canción?, me dice él. Y me examina con la mirada, como si fuera un bicho raro en un laboratorio.
Sí amigas, unas de mis tantas locuras es repetir una, diez, cientos y miles de veces la misma canción durante el día. Es terrible, de hecho, pero puedo pasar ¡semanas! escuchando la misma pieza de uno de mis intérpretes favoritos. Y es que me rayo absolutamente con la música, busco los acordes precisos que me recuerden una situación, persona o momento determinado. Y, al escuchar mi track de turno, me desconecto totalmente de la realidad.
Para mí es genial, porque sin música no podría vivir. Siempre llevo conmigo a mis mejores amigos: los audífonos y si me faltan, me devuelvo a casa a buscarlos.
Es tanta mi fijación con determinada melodía que puedo repetirla diariamente, en forma sucesiva, durante ¡un mes! Y me vuelo tanto entre los acordes de mis temas favoritos, que a veces me han preguntado algo en la calle y les respondo lo que estoy oyendo.
Y bueno, pienso que a todas las personas les gusta lo que escucho: hasta he llegado a conversarles de la banda y poco menos colocarles el audífono en sus oídos.
Pero no es tan loco... ¿O sí?
Imagen CC melenita2012