La primera vez que estuve junto a un lago fue a mis 25 años. Sin embargo, al descubrir que aquella enorme fuente de agua no era el océano, mi corazón se llenó de emoción. Debí ser la versión adulta de “Mira niñita” (temazo de Los Jaivas), pero reemplazando la palabra “mar” por “lago”. Me enamoré profundamente de esta formación natural, llegando hasta el delirio por ellos.
Así, si bien el primer lago que conocí fue el Llanquihue, ¡pronto quise ir por más!. Ahora llevo unos cuantos en mi lista: el Villarrica, el Calafquén, el Panguipulli. ¡Y todos me fascinan por igual! Me encantan porque son cálidos, tranquilos (a diferencia del mar, que es más veleidoso) y permiten que nadadores inexpertos - como mi hijo y yo - perfeccionemos nuestra técnica; además ¡me derrite que se fundan con las montañas!, sin contar que el contraste entre agua y bosques, sencillamente ¡me trastorna!.
Todas las anteriores razones de por qué amo los lagos con obsesivo fanatismo, se completan con la historia tras mi maravilloso primer encuentro con el Llanquihue. La primera vez que lo visité - y que me salí de la clásica rutina Santiago / costa central - fue de la mano del hombre más fascinante que he conocido y que hasta hoy me acompaña. Descubrí este paraíso natural a la par con el tesoro de su alma; y bueno, ambos siguen sorprendiéndome en cada nueva contemplación, tanto como el primer día.
Más allá de mi romanticismo intrínseco: ¿habrá algo más hermoso que un lago?
Imagen CC Payayita