Vivo en un sector del centro de Santiago que, si bien no es el corazón, al menos es una de sus arterias. Se caracteriza por tener buena conectividad, ya que hay transporte público hacia toda la capital (bueno, que sea fluido es otro tema). La vida vecinal se desarrolla en torno a una bonita avenida, en la cual hay buenos colegios y - si caminas recto un par de cuadras, en cualquiera de sus direcciones - puedes llegar a dos líneas del Metro. Hay muchos edificios antiguos, de pocos pisos, espaciosos y con una estética “vintage”, propia de los 40’s.
He pasado mi vida entera en ese barrio y he visto cómo la “modernidad” comenzó a fluir de a poco, tras la llegada de esos altos edificios. Primero, verlos en mi zona me puso entusiasta, ya que - en una visión positiva de las cosas - el desarrollo inmobiliario ampliaría la oferta comercial, al menos en cuanto a farmacias y supermercados. Además, que hubiese más gente en los alrededores - a mi modo de ver y en cantidad moderada, claro - conllevaría a mayor seguridad. Las torres “pioneras” del sector fueron bastante bonitas si de arquitectura hablamos (con balcones, diseño, áreas verdes, etc.) y estaban en armonía con el entorno.
Eso, hasta hace poco…
El auge de la industria inmobiliaria llevó a una “desesperación” por conseguir un paño en mi zona, al punto de que varias veces nos vimos acosados por una inmobiliaria buitre que quería comprar nuestro edificio. No lo logró. La que sí consiguió varios “pedazos” en las cuadras aledañas fue una de sus competidoras, la cual - para mi desgracia - es una verdadera oda al lucro inmobiliario "per se" en todas sus obras, para las cuales no pensaron en diseño ni estética, demografía o calidad de vida.
Así es, pues al igual que maleza entre las plantas, esta empresa comenzó a hacer surgir gigantescas torres cuadradas, amontonadas, sin balcones, sin plazas interiores y sin estética. Verdaderas moles de concreto sin refinar, con departamentos hacinados que se miran entre sí, sin mayores posibilidades de ver el cielo, un pajarito u otra cosa que no sea tu vecino. Monstruos que nos tapan el sol y ni siquiera lo hacen con un diseño apreciable, sino el más tosco y grotesco que puedas imaginarte. Y eso es sólo el comienzo, pues aún falta que dichas torres “se repleten” de personas que comprarán una sola torreja de jamón en las mañanas y autos que colapsarán la arteria en que “la mole” está emplazada.
No tengo nada contra el desarrollo inmobiliario; al contrario. Yo misma he cotizado un par de productos del rubro, esperando a que me den las finanzas para comprarlos. Pero señores empresarios, por favor, sean un poco más conscientes a la hora de construir: un edificio de 25 pisos, sin áreas verdes y con ventanas hacinadas, en un barrio colapsado es una barbarie no sólo para los vecinos, sino para la misma gente que - esperanzada - se convertirá en vuestra clientela. ¿No sería posible dejar de mirarse un poco el bolsillo y ofrecer un buen producto? ¿Uno bonito, de tamaño moderado y más amigable con el entorno? ¿Hacer estudios de densidad poblacional y todo el cuento? ¿Respetar las casas con valor patrimonial y dejarlas tranquilas, como un aporte a nuestra historia? Pagar a buenos profesionales (arquitectos, ingenieros, etc.) sería una inversión que hablaría bien de ustedes y en la que ganaríamos todos. Por favor, piénsenlo. Un simple ejercicio de imaginería les ayudará a salir por unos instantes de la contemplación de sus propios jardines (en las mansiones que seguro tienen), para ponerse en los zapatos de quien amanece saludando a la cortina del vecino. Créanme, no les gustaría.
Y ustedes, chicas: ¿han visto irrumpir en sus vidas a una mole de concreto?
Imagen CC Hugo Martins Oliveira