Recuerdo cuando era niña y tuve mi primer acercamiento a una biblioteca. Recuerdo que escogieron a un grupo de chicas - del cual fui excluida - para revisar el catálogo de libros disponibles en el colegio. Muy pocas - o ninguna - de las convocadas aprovecharon la valiosa instancia, ya que al regresar comentaban detalles triviales e intrascendentes, no las lecturas. Desde entonces, me obsesioné con poder ir a conocer la "misteriosa - y restringida - biblioteca”.
Como se trataba de una sala pequeña, cuando sonaba la campana anunciando el recreo había que correr para poder ingresar, pues sólo se permitía un reducido número de alumnas. La mayoría quería entrar nada más por la novedad, pero se aburrían rápidamente. Cuando por fin alcancé un “cupo”, quedé fascinada. Me encantó el lugar; sus ornamentos en madera y el olor de los libros. Leí varios cuentos. Desde entonces, la biblioteca se transformó en “mi refugio”, albergando alegres días entre princesas, personajes aventureros y seres mitológicos.
A medida que fui creciendo, las bibliotecas de los distintos centros de estudios en que estuve fueron mis lugares favoritos ¡por lejos!. Siempre las busco, para disfrutar de momentos de calma y una buena lectura entre clases. El aroma de los textos me es tan familiar y placentero como para otras puede ser el de las galletas horneadas en casa. Estos lugares dan contexto a mis sueños de infancia, adolescencia y adultez. Por lo mismo, siempre los persigo.
He llegado al extremo de pensar que cuando muera e incineren mis restos, además de repartir mis cenizas entre el cementerio y lagos sureños - como es mi deseo -, espolvoreen un poco entre las páginas de un libro, donándolo luego a una biblioteca. Sí, sé que suena too much, pero sería mi forma de estar eternamente en uno de estos lugares mágicos, que contienen cientos - o miles - de puertas a fantásticas dimensiones plasmadas en tinta.
Y tú, ¿también amas las bibliotecas?
Imagen CC Gregory Bodnar