Cumplir 30 años no fue todo lo amigable que imaginaba. El metabolismo de mi cuerpo acusó el paso del tiempo y, si antes demoraba una semana en bajar 2 kilos, hoy simplemente ¡se resisten a abandonarme!. Para qué negar que este cambio en la mecánica de mi organismo me causó verdadero espanto. Y, aunque intento reducir las porciones de comida, ¡me cuesta demasiado!
Ok, no es que esté obesa, pero mi cuerpo ya no es el de antes. Subí un par de kilos que - si bien a simple vista no se notan - me estorban bastante. Y son mega rebeldes. Por eso, he recurrido a cuanta dieta y tutorial existe, procurando que la ingesta de calorías disminuya a su mínima expresión. Sin embargo, mi fuerza de voluntad no es como antaño y recurro a algunos snacks que me ayudan a “engañar la barriga”: algo ligero, como un yogurt, leche o barra de cereal. El problema - o más bien, mi locura - comienza cuando ya he consumido dicho alimento y ¡me siento fatal! Ultra culpable por haber sucumbido a la tentación de matar mi hambre.
Lo malo es que siento como si de inmediato hubiese aumentado unos ¡3 kilos!. Me miro al espejo y es como si lo que comí ya se notara. Estoy más consciente de las grasas y dónde están localizadas, casi como si siguiera su viaje desde el momento en que las consumí. Es obvio que tal cosa sólo está en mi mente, ya que el peso no sube ipso facto. Sin embargo, ¡no puedo evitarlo!, así como tampoco logro prevenir salirme de la dieta planificada.
¿Estaré muy loca o a alguien más le pasa?
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