En medio de la gran ciudad de Santiago, hay una pequeña casa que logré adaptar para mí. No es la gran cosa, pero al menos es una casa: un mini patio, dos pisos con lo justo y necesario y un marido al cual veo por la noche. Con al menos 4 años de casados y sin hijos, José resulta ser un hombre ajeno y reservado en sus asuntos personales.
En un principio, me gustaba que mi esposo fuese así: inteligente, académico, preocupado por la pega; muy interesado en la cultura y la lectura. Pero lamenté con el tiempo saber que estas características se acompañaban de frialdad, cansancio y un cierto aire de superioridad. Yo igual trabajo y tengo un título como dice él, pero estas cosas no significan que de repente no pueda ser "cursi" o "básicamente romántica", como decía él cada vez que le escribía una carta o preparaba algo para cenar. "Eso déjaselo a la nana", me comentaba cuando lo esperaba con lasagna o una sopa.
Ese rechazo no sólo se manifestó con los gestos de romanticismo. Pese al cansancio yo no me molestaba en disfrazarme o encontrar algún nuevo estímulo para nuestra vida sexual; me gustaba sentir que al final de un día agotador, al menos podíamos hacer el amor tal como cuando nos conocimos. "Deja de jugar a la cabra chica", me dijo la vez que me vestí de colegiala. Desde ahí me sentí colapsada con su desprecio.
Respiré tres veces y le pregunté qué pasaba, qué le molestaba, cuál era el problema. El sólo me decía que estaba cansado, que éramos adultos y que el matrimonio era así. Fueron esas palabras las que desplomaron mi nube plagada de corazones, cursilerías y unicornios: o tenía a otra o se había vuelto muy fome.
No lloré, ni me sentí tan mal como creí que me pasaría. Lo anterior me sirvió para darme cuenta que no todo giraba en torno a él y que tenía un gran gusto por el detalle que él jamás apreciaría. Comencé a unirme a grupos de arte, a almorzar con compañeras de la pega en mis ratos libres, a salir a bailar de vez en cuando. A él le daba lo mismo todo.
Pese a que era un escenario perfecto para el adulterio, no estaba dentro de mis intereses tener "otro cacho" del cual hacerme cargo, así que simplemente dejé de llegar a la casa. Mis fines de semanas salía a otras regiones con alguna amiga del trabajo, incluso con mi hermana y sus hijos. No llamaba a José, ni él a mí. Pasaron al menos cuatro meses en esta dinámica cuando de repente mi marido me dejó un Whatsapp pidiendo que llegara a casa para conversar.
Volví y me imaginé lo que sucedería: me tendría el divorcio listo. Pero no, no fue así: en vez de eso, se acordó de que ese día era mi "santo" en el calendario y tenía una cena lista. "Tengo miedo de perderte", me dijo después de años de inexpresividad, ¡hasta los ojos los tenía llenos de lágrimas!. Pero yo ya era otra mujer, distinta a la esposa que buscaba su afecto a diario. Abandoné todo amor por él apenas me permitió dar un paso fuera de casa.