A todas - o casi - el pasado nos condena. Sea que experimentamos algo vergonzoso, un momento reprochable o sólo algo que desearíamos olvidar, sabemos que es así, y aunque queramos borrarlo de nuestra vida, no siempre se puede. Este fue mi caso: le fui infiel a un hombre bueno y lo peor de todo es que fue con un pastel. ¡Nada que hacer! El que la hace, la paga, dicen por ahí...
Bueno, todo empezó en un período de cambios en mi vida. Recién había terminado el colegio y todavía era una niña. Fue hace más de siete años y la verdad es que era muy inmadura. Me encontraba en una etapa en la que lo único que quería era descubrir el mundo. Un día salí con mi mejor amiga y conocí al que, después de un tiempo, sería mi pololo. ¡Era guapísimo, pero pololeaba!
A decir verdad, él no respeto mucho su compromiso porque me coqueteó toda la noche (y yo a él), además que me siguió buscando por varios días. Tiempo después, mi galán terminó con su entonces novia y me dijo a la cara que quería estar conmigo. ¡Im-pre-sio-nan-te! La verdad, me gustaba y nada me impedía estar con él. Obvio, acepté y desde ese momento fuimos pololos.
Era el prototipo perfecto de hombre (o al menos eso creía): universitario, guapo, galán, inteligente y estudiaba una carrera con un futuro prometedor. Me quería y fue muy lindo conmigo durante toda la relación. Me acompañaba a todos lados, era tierno y me sorprendía con nuevos detalles. Todo era perfecto hasta que entré a la universidad. Cuento corto: conocí a nuevos amigos y tenía un excesivo interés por salir y disfrutar mi juventud. ¿Quién no?
Después de algunos años de pololeo, mi novio se hizo más maduro y sus proyecciones fueron distintas a las mías. Él estaba terminando su carrera y quería algo más serio. Tenía sus proyectos y empezamos a vernos menos. En ese momento fue cuando, por cabra chica e inmadura, conocí a otro tipo y empecé a coquetear con él.
Sí, fui infiel, y además fue con otro cabro chico igual a mí, el que -para peor- ni siquiera me gustaba. Sólo me hacía sentir bien. Lo bueno es que con él las cosas no pasaron a otro nivel, sólo fue una relación de juego. Todavía estaba de novia y, a decir verdad, no cruzó mi mente ni por un segundo dejar a mi pololo por él. Eso sí, me comportaba de manera extraña cada vez que lo veía, siendo incapaz de mirarlo a la cara e incluso mintiéndole.
Para palear mi culpa, expresaba mi amor de manera excesiva cada vez que lo veía, como si no pudiera vivir sin él. Era vehemente y exageraba todo lo que hacía. Además, evitaba cualquier tema de conversación que implicara mencionar actividades sólo mías. ¡Y para qué decir cuando contestaba el teléfono! Tenía que ocultarme muy bien, para que nadie me viera.
Mi principal excusa para no juntarnos era que necesitaba mi espacio y respirar un poco, cuando la verdad es que tenía todo lo quería. Me creía el centro del mundo y pensaba que mi novio me iba a aguantar por siempre, pero no. Un día empezó a sospechar de mis rarezas, me revisó las cuentas y lo supo todo. No lo pensó dos veces y me pateó. Para ser sincera, no sufrí mucho el duelo; era chica y seguí disfrutando como siempre. Sin embargo, hoy lo recuerdo con nostalgia, porque realmente era un tipo bueno.
De todos modos, todas las experiencias sirven para aprender. ¿Y tú, has sido infiel alguna vez?