Desde que tengo memoria me han gustado los felinos. Cuando era pequeña quería adoptarlos a todos y mi papá me retaba cada semana porque traía un gatito nuevo a casa. ¡Simplemente no podía resistirme! Son adorables e inteligentes. Algo así como la mezcla perfecta entre independencia y cariño.
A pesar de mi casi obsesión por los compañeros peludos, no pude acoger uno hasta hace algunos años. ¡Mi sueño por fin se hacía realidad! El tiempo pasó y lo que parecía ser una simple preferencia infantil se ha convertido en algo que me da pudor admitir… Pero creo que ha llegado el momento. La relación con mi felino se encuentra en un punto sin retorno: lo amo, y si fuera posible (y legal), me casaría con él. ¿Creen que estoy loca? ¡Yo también!
Y es que hay una verdad que nadie me puede negar: los pololos han pasado, pero mi gato ha quedado. No sólo es mi amigo fiel, es mi compañero fiel. ¿Creen que le molesta dormir acurrucados? ¿Creen que de pronto se mostrará distante y me dirá “tenemos que hablar”? ¿Creen que reclama porque lo persigo todo el día con el celular, sólo para sacarle una foto y publicarla en Instagram? #Crazycatlover, presente.
Es una locura que me gusta pero me asusta. Siempre es agradable brindarle cuidado a otro ser, sin embargo hay ocasiones en que me paso todo el día sólo jugando y maullando (y es que no sería una loca de verdad si no le maullara a mi gato, imaginando que me entiende y me responde de vuelta). Pero no puedo evitarlo, ¡me encanta! No sólo me siento acompañada, también me siento segura. Y eso es casi un milagro para una chica como yo, enrollada desde el pelo hasta la punta de los pies. Serían años y años de próspero matrimonio, donde una lata atún bastaría para hacer feliz a mi esposo. Aunque eso sí, una cosa les digo: a la hora que mi gato aprendiera a usar Facebook… ¡pido el divorcio!
¿Habrá alguien por ahí que entienda estos disparates?