Soy mamá: de las jóvenes, inoportunas, fiesteras y algo trabajólicas, pero mamá al fin y al cabo. Tenía 19 cuando quedé embarazada y, en general, no fue una mala experiencia. Lo que nadie me advirtió -o quizás sí, y no lo tomé en cuenta- es que no debía comer como un cerdo: subí más de 20 kilos. Días luego del parto, olvidé usar la famosa "faja" y quedé inflada como un globo por algunos meses.
"¿Señorita, quiere el asiento?", me dijo un día una amable señora cuando vio mi panza algo abultada. Llevaba un mes luego de tener a mi hijo pero, raramente, durante los 9 que estuve embarazada jamás nadie me dio el asiento, así que acepté y me senté. Después pasó un par de veces más y seguí aprovechándome del inflado vientre que aún me quedaba.
Casi como un desquite por la falta de atención que obtuve por parte de las personas durante mi embarazo, empecé a sacar otros provechos de la panza post-parto: filas en el banco, en las tiendas, en los supermercados. Aproveché todas las cajas preferenciales que se me negaron cuando realmente estaba esperando un bebé. Hasta que un día que acompañaba a mi mamá a Ripley -y nos aprovechábamos de la caja "especial"- apareció una conocida de la familia y dijo: "¿cómo está tu bebé?, supe que ya tiene como un mes y algo".
La señora tenía un "vozarrón" enorme y todos los abuelitos tras de mí lo oyeron y prestaron atención a mi respuesta. No podía mentirle y decir que estaba esperando de nuevo, así que le conté sobre mi hijo y, junto a mi madre, nos retiramos algo avergonzadas de la caja.
Pese a que sé que lo que hice no era correcto -igual me daba pena la gente que esperaba detrás mío- durante mi embarazo jamás me dieron un espacio en el bus o en la fila. "Pero si usted es joven", "¡Quién la mandó a embarazarse!", decían algunas señoras más desubicadas. Así que, al menos, agradezco el haber sacado algo de provecho a mi incómoda panza post-operación.