A todas nos ha pasado que cuando tenemos un día libre y hace mucho frío, decidimos no ducharnos y quedarnos en pijama toda la tarde. Cuando ya da la hora de almuerzo y las tripas nos reclaman algo para comer, arrastramos nuestras pantuflas hasta la cocina y revisamos el refrigerador en busca de algo apetecible.
Cuánta es nuestra sorpresa cuando nos damos cuenta que, lo único que nos queda, es un trozo de mantequilla, arroz añejo y algo de ketchup. ¡Ups! Ayer era el día de compras y se nos olvidó. Ni modo, nos preparamos un té y volvemos a la cama.
Sin embargo, mi caso va un poco más allá. A los 20 minutos regreso a la cocina y vuelvo a revisar el refrigerador: nada nuevo. Pasa media hora más, ¡y tengo mucha hambre! Adivinen qué hago… sí, vuelvo a la cocina y reviso el refrigerador. Es como si esperara que, de tanto abrir la puerta y por arte de magia, apareciera algo rico para comer. Ojalá un trozo de panqueque naranja para acompañar mi solitario té.
Lo más loco de todo esto, es que puedo pasar horas y horas haciendo lo mismo. Reviso el refrigerador mil veces esperando un milagro alimenticio. Cuando finalmente asumo que tal milagro no sucederá, decido pedir una pizza y acabar con mi suplicio.
Y ustedes, ¿cuántas veces revisan el refrigerador?