Sé que suena súper-mega mañoso y cuático lo que voy a confesarles (de hecho ¡lo es!), sin embargo, ¿qué puedo hacer?. Llevo tantos años así, que esta característica es parte mía. Créanme que me gustaría mucho cambiarla, pero ¡ni modo!. Lo cierto es que ¡prefiero evitar la comida recalentada!
Tengo clarísimo que el simple hecho de tener un plato de comida es algo que debemos agradecer cada día, ya que no todos tienen esa suerte. Pero el mío es un viejo trauma, que inició en la época escolar. Mi colegio fue de los primeros en implementar aquel desastre llamado JEC (Jornada Escolar Completa) y pasé de almorzar en la comodidad de mi hogar a tener que llevar un pote para calentar en el liceo. Al comienzo, lo hice con mucho entusiasmo, pero a poco andar me empezaron a molestar varias cosas. Por ejemplo, que algunos alimentos perdieran frescura y que el olor a comida inundara mi mochila, impregnándose en mis cuadernos o ropa de abrigo. Esto, comenzó a hacer de mi almuerzo algo bastante poco apetitoso.
Para agravar las cosas, en más de una ocasión me pasó que quedó el pote mal cerrado y se derramó un poco de comida sobre mis libros o bien, que sacudí tanto este artilugio que ese otrora rico almuerzo terminó siendo una masa homogénea muy poco atractiva. Además, ocurría que mis compañeras (relajadas ante la ausencia de especímenes masculinos, pues no era colegio mixto), comenzaban a jugar con los alimentos, a vista y paciencia de todos los comensales. El recuerdo de una vienesa flotando en arroz con leche es suficiente para apagar todo atisbo de apetito. Terminé prefiriendo evitar la contemplación de esos asquerosos comedores, la fila para calentar la comida en el microondas y el olor que se impregnaba entre mis cosas, que si bien al principio parecía soportable, al hacerse rutinario se me tornó nauseabundo. Por lo mismo, me quedaba sin comer, aguantando estoicamente a que dieran las 5:30 / 6 y poder volver a casa.
Y bueno, tras varios años y ya siendo adulta, las “sombras” de aquella experiencia se tradujeron en mañas. Como ya los años no me apañan a la hora de aguantar el hambre por toda la jornada (sin que la migraña o fatiga me azoten), debo salir por una empanada recién horneada o un completo, como mínimo. ¡Por último una sopaipilla!, pero en ningún caso transportar comida y recalentarla. Aunque ¡créanme que amaría poder cambiar mi mente!, porque ahorraría bastante plata y tendría una alimentación mucho menos “chatarra”. Sin embargo, mi trauma de niñez es más fuerte que mis ganas.
¿Seré la única “loca” a la que le pasa?