Ay, el amor. Comienza como un pastel de chocolate, dulce al principio y hostigoso al final. Recuerdo que hace años, cuando era una adolescente enamoradiza (dejé de ser lo primero, pero no lo segundo), tuve un pololo igual a esos pastelitos que, aunque parecen una buena idea, terminan siendo la peor decisión del día.
Teníamos un par de amigos en común y nos conocimos de casualidad. Me agregó a Messenger (¡qué tiempos!) y comenzamos a chatear. Si bien era muy simpático y me llamaba la atención, la verdad es que éramos muy diferentes. Él era el tipo de chico que escuchaba Heavy Metal y yo el tipo de chica que escuchaba a Belanova. De todas formas, la idea de tener un pololo me entusiasmaba mucho, así que hice caso omiso a mi instinto.
Comenzamos a salir y, como siempre, las primeras semanas fueron un cuento de hadas. Sin embargo, al poco tiempo, la relación tomó un rumbo distinto. En cuanto nos pusimos a pololear oficialmente, el chico en cuestión se transformó de príncipe en ogro. Criticaba mi música, mi vestimenta y mis amistades. No lograba darle en el gusto a menos que hiciera exactamente lo que él quería.
Lamentablemente, accedí. Cambié mis tonos pasteles por negro, mis carretes de viernes por una fría banca de parque y mi sociable personalidad por la timidez y el recato. Lo sé, suena a “cosas de niños”, pero esta situación se puede extrapolar a muchas más. Quizás tu pololo no critica tu música, pero sí tu forma de hablar y te prohíbe ir a visitar a tus padres. Quizás le molesta que trabajes tanto y te prefiere en la casa cocinando. Mi historia será de adolescentes, pero eso no significa que no suceda cuando dejamos de arrastrar la bolsa del pan.
¡En fin! Algo en mi interior me decía que lo estaba haciendo no era lo correcto. No me sentía yo, no me sentía auténtica. ¡Pero no quería perder a mi primer pololo! ¿Qué podía hacer? Seguí en la relación otro par de meses, hasta que una amiga me dijo que había cambiado demasiado, y que me extrañaba. Le comenté a él que iría a visitarla, ¡y empezó a hacerme un escándalo! En ese momento lo entendí: estaba en una relación tóxica, y tenía que terminarla.
Quizás alguna vez te han dicho “si sales por esa puerta, no te molestes en regresar”. Pues en esa pelea con mi (ex) pololo fue la primera vez que escuché la famosa frase. Y como soy una chica obediente, tomé mi mochila, mi chaqueta y ¡no regresé más! Terminamos la relación y me sentí liberada. Y a pesar de los malos ratos, aprendí una valiosa lección: nunca dejes que otra persona intente cambiarte para su beneficio.
Y tú, ¿has tenido un pololo así?