Él día en que decidí irme a vivir con mi pololo, imaginé que ambos podíamos mantener nuestro pequeño, pero cómodo departamento. Un bella cocina, el living con dos sillones rojos, una mesa de centro y esos adornos feos que su mamá nos regaló para Navidad. Los tengo ahí porque la señora es muy fijona, y crítica hasta por los codos.
Así fue por casi un año, hasta que él quedó sin pega. Nunca he sido de esas minas que piensan que los hombres deben proveer todo en la casa. Creo en la igualdad de condiciones o simplemente dividirse las cuentas. Por eso, cuando la empresa en la que diseñaba empezó a despedir a su trabajadores, me vi en la necesidad de ser su principal apoyo. Sé que para un diseñador gráfico no es fácil, menos cuando recién egresaste, así que decidí ser yo quien se hiciera cargo de todo. Mientras, él conseguía peguitas con pequeñas compañías por Internet.
Estaba tranquila, confiada de que encontraría algo, pero me di cuenta que no sólo se quedaba frente al notebook buscando trabajo, sino que estaba hasta las tres o cuatro de la mañana jugando. Pensé que de esa manera liberaba el estrés acumulado. Estaba equivocada.
Me empezó a hartar cuando yo llegaba ultra cansada, con los pies hinchados, y él estaba echado con toda tranquilidad en el sillón, mirando "Los Simpsons", como si fuese el único ser en el mundo. Cuando le dije que sentía que no podía pagar el Internet y que sería sólo por ese mes, se enojó de tal manera que me dijo que prefería no tener agua. Conté hasta diez y me fui a la cama.
Al día siguiente, le dije que si no iba a trabajar, que al menos se dedicara a mantener el orden y limpieza. Fue mucho para él, y cómo no; si su mamita le hacía todo hasta que se vino a vivir conmigo. La paciencia es una virtud, pero yo me he ido al carajo. Si mi pololo mostró la hilacha tan solo tres años de estar juntos, ya no quería imaginar cómo seria en unos diez más.
Tomé las riendas del asunto, y lo presioné. Simplemente dejé que cortaran el Internet, pero él encontró la forma de robarle al vecino. Luego siguió el agua, pero poco le importó tener el pelo grasoso y oler a queso. Hasta que ya no había para comer ni beber. Adiós a sus cervezas y papas fritas nocturnas. Todo el dinero lo fui guardando muy bien.
Estábamos en medio del campo de batalla, y yo no pensaba rendirme. Un viernes por la noche, él asistió al cumpleaños de un amigo, así que aproveché de cambiar la perilla de la puerta, dejar todas sus cosas afuera y escribí una nota diciendo "No regreses hasta que consigas un trabajo, con parásitos no vivo".
Y tú, ¿has pasado por algo similar?